CASABLANCA

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FOTO DE GONZALO MONTÓN MUÑOZ

jueves, 20 de agosto de 2020

ANTONIO CANO Y EL PRIMER CINE CLUB TUROLENSE (XVI)

Un Cineclub turolense a finales de los años veinte (III)




Se trata, como se puede deducir por su argumento, de una exaltación de la Naturaleza, de un canto a la vida primitiva descrita con crudeza y realismo en la que descubrimos una escena que, sin género de dudas, influyó en el Robinson Crusoe de Buñuel, es aquella cuando Caín, desesperado por el abandono en el que se encuentra y ansioso por escuchar a un semejante, proyecta con gritos su voz hacia las montañas y el eco se la devuelve acrecentando su propia soledad.

Tonny Bourdelle es “Caín” y la actriz indígena Rama Tahe es “Zu-Zu”, el tercer gran personaje, como rezaba la propaganda de la época, era la misma naturaleza de la isla de Nossi-Be. Junto con sus actuaciones, en la película también destaca la banda sonora, compuesta por André Petiot  e interpretada por la Gran Opera de París, dirigida por el maestro Szyfer, el tema principal, la “Canción de Zou zou” fue grabada por la soprano polaca Maria Alexandrowicz.

La película cosechó un importante éxito de crítica y público, en especial en Francia, pero también en otros muchos paises. En España se presentó ya en el año 1931 y en Zaragoza, en el Salón Doré, a principios de mayo.

La recepción en Teruel parece ser que resultó un tanto fría, de hecho, el reseñista que la comentó para La Voz de Teruel (seguramente el mismo Cano), tras explicar que fue presentada por el socio de la A. C. T., Rafael González, manifestaba su comprensión ante el desconcierto suscitado en gran parte del público, acostumbrado a películas más banales, comedias y operetas, sin embargo, destacaba y resaltaba su fotografía, música, así como el tratamiento realista del tema, y anticipaba que la finalidad del Cine club radicaba más que en el entretenimiento en la educación de la mirada de los espectadores, ofreciéndoles otro tipo de cine dentro de las nuevas experiencias fílmicas que se estaban desarrollando en el séptimo arte.
Aunque hay varias noticias de prensa que anticipan una segunda sesión, no hemos podido localizar que se llevara a efecto, da la impresión como si el tema se hubiera diluído por el escaso entusiasmo de los espectadores o quizá la marcha y ocupaciones de Antonio Cano le impidiesen seguir con su proyecto, el caso es que el Cine club no tuvo más continuidad.

jueves, 6 de agosto de 2020

RESEÑA DE "UN ANDAR QUE NO CESA", DE RAMÓN ACÍN



VIVIR, VIAJAR, ESCRIBIR 



Vivir, viajar y escribir son tres caras de una misma experiencia vital y una forma de la literatura, el libro de viajes, en la que se desdibujan las fronteras de los géneros y se mezclan desde el diario personal a la novela de aventuras, pasando por el libro de historia, el relato y el ensayo de vida: son ficción y realidad; pasado y presente; análisis y comparación; narración y descripción; lirismo y reflexión. De todo esto hay un poco en Un andar que no cesa, la última publicación del infatigable Ramón Acín, quien nos propone caminar a su lado para descubrirnos con mirada lúcida y honesta los temas esenciales de su literatura: el paisaje y la memoria, la guerra civil y los libros… la escritura. 

Desde la antigüedad clásica, el viaje, sea físico o espiritual, es uno de los grandes temas literarios: el retorno a casa, la bajada a los infiernos, el descubrimiento de nuevas tierras, el nomadismo como forma de vida… Al final son variantes de una misma necesidad: la de conocer al otro y su entorno para conocer mejor el tuyo y a ti mismo, y a esto se apresta Ramón Acín en un Andar que no cesa, un libro de viajes fragmentario estructurado en cinco “vagabundeos”, como señala en el prólogo Julio Llamazares, que van desde Egipto, pasando por Europa y Aragón, hasta llegar al territorio íntimo y personal del propio escritor. 

El primer vagabundeo, titulado genéricamente “Itinerar del viajero”, se subdivide en cuatro partes que nos invitan a viajar con el autor por Sicilia, el Véneto y Venecia, Bruselas, Gante y Brujas y, finalmente, ese mundo de mundos que es Egipto. Su propuesta -sin denigrar el viaje organizado- es la de desplazarse por libre, conviviendo con los autóctonos, conociendo sus gustos y costumbres y, siempre que sea posible, complementar las visitas obligadas con otras fuera de las rutas trilladas por el turismo de masas, se trata de “extraviarse, merodear sin prisa, quedarse traspuesto o engolfarse en los detalles…” para disfrutar de olores, comidas, ruidos y sonidos… del ambiente, de la atmósfera de quien habita y aprovechando el disparadero sensorial hacer aflorar en nuestra conciencia de viajeros-lectores-escritores, deseos, reflexiones, lecturas, películas, comentarios… la vida. 

El segundo, “Viajes bélicos”, es un díptico que nos lleva a rastrear las cicatrices de la Guerra Civil en los paisajes de Aragón –de norte a sur, desde Biescas, en Huesca, hasta Sarrión, en Teruel -, y los de la Segunda Guerra Mundial en Normandía, con el objetivo, en primera instancia, de “comprender el porqué de la violencia y su intolerancia congénita”, y en última y principal, con la finalidad de recordar para “cerrar heridas y evitar su repetición”. 

El tercero, “Viajes de papel”, es un brillante ensayo sobre la “Literatura de la memoria. Pueblos deshabitados”, en el que Acín pone a nuestra disposición sus avezados ojos de crítico y teórico de la literatura, de lector y escritor de esa temática, de hermano y compañero de mil andanzas de un gran experto en Aragón (José Luis Acín), de amigo de gran parte de sus máximos exponentes, para analizar la problemática de la España vaciada, hoy en día tan en boga pero, sobre todo, para disfrutar de sus paisajes, viajando a los territorios personales, ficticios y reales, de cuatro grandísimos escritores: la montaña leonesa de su prologuista, Julio Llamazares; la vieja Mequinenza de Jesús Moncada; la sierra valenciana de Alfons Cervera y el Crespol de José Giménez Corbatón, en el Maestrazgo turolense. Con todos ellos, el autor y, casi con toda seguridad muchos de sus lectores, compartirán numerosos aspectos vitales: orígenes rurales, emigración y vida urbanita, necesidad de recuperar espacios de la infancia, etc. 

Estudio esencial e imprescindible para todo aquel que guste o quiera adentrarse en esta literatura o en sus mundos particulares, con el regalo añadido de un epílogo en forma de breves, pero interesantes confidencias de tres de ellos, Cervera, Corbatón y Llamazares, sobre su particular interpretación del “paisaje de la infancia”. 

Este original viaje lector contiene también una importante carga crítica, que invita a la reflexión sobre el problema de fondo, la despoblación del mundo rural y sus efectos colaterales: la pérdida constante de identidad y memoria colectiva; la falta de sensibilidad ante el legado patrimonial del pasado, tanto material como inmaterial; la necesidad de conservar ese mundo que desaparece, el uso partidista e interesado del tema, etc. 

En el cuarto, significativamente titulado, “Con Francisco de Goya por Aragón”, Ramón, como un nuevo Labordeta, se cuelga la mochila al hombro y nos propone precisamente eso, rastrear las huellas de su pintura en su tierra, desde su Fuendetodos natal, pasando por Muel, Pedrola, Remolinos, Alagón, Calatayud, Zaragoza, etc. Es un viaje artístico-cultural a la obra en Aragón del pintor, sí, pero disfrutando también de la gastronomía y del paisanaje, daría para un magnífico capítulo de “paisaje con figuras”. 

Su miscelánea y fragmentaria propuesta concluye con un último vagabundeo, “Por el Somontano de Barbastro y Alquézar: Viaje a ninguna parte, su relato literario”, un díptico compuesto exactamente por la descripción del recorrido y su ficción literaria, un relato circular brillante con el que Acín nos descubre que en última instancia su verdadero viaje es la escritura y, el nuestro, el que acabamos de realizar, su lectura. 

Ramón Acín es un escritor brillante, de certero análisis y aguda mirada crítica, viajar con él es hacerlo con los ojos bien abiertos, cargados de experiencia de vida y lecturas de muchos años, pero su vasta cultura no es una carga pesada, la vaporiza en gotas ligeras que se mezclan con altas dosis de emoción y asombro, convirtiendo Un andar que no cesa en una verdadera terapia amena, instructiva y refrescante. 

A Ramón Acín le pasa como a Joaquín Carbonell, ese Brasens, Serrat o Sabina aragonés, que pudiendo jugar en la liga de los más grandes, ha renunciado a ello para quedarse en su tierra y contribuir con su trabajo a mejorarla. No lo duden, cálcense sus botas de viajero y saboreen Un andar que no cesa con calma, con delectación, como si fuese un buen vino o un buen jamón o las dos cosas juntas. Que les aproveche. 

RAMÓN ACÍN, Un andar que no cesa, Madrid, Forcola, 2020.

Reseña publicada en la revista cultural TURIA núm. 135