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martes, 19 de agosto de 2025

 

SOÑAR CON LOS OJOS ABIERTOS



           Hay libros que no se leen, se respiran. Que no avanzan por una sucesión de acontecimientos, sino que se despliegan como una atmósfera, como una bruma lenta que nos envuelve sin darnos cuenta. Algo parecido a un sueño o un poema de Robert Frost, de Ignacio Escuín, es uno de esos libros raros que parecen escritos no desde la razón, sino desde una emoción detenida, desde ese estado intermedio en que el pensamiento se mezcla con el recuerdo y el lenguaje se convierte en eco. Esta novela —si es que puede llamarse así sin traicionar su naturaleza vaporosa, híbrida— no narra una historia en el sentido tradicional: propone un tránsito, una deriva libre por la conciencia de un narrador que se desdobla en el protagonista, porque son el mismo, observa y se duele de su fracaso, que recuerda, que duda y que ama, en una especie de meditación terapéutica sobre el paso del tiempo, los errores propios, la memoria y la fragilidad de las relaciones humanas.

            Desde las primeras páginas, el tono lo domina todo: una voz íntima, desgastada pero lírica, se instala en el lector con la naturalidad de un pensamiento susurrado. No importa tanto lo que sucede como la manera en que se recuerda, y esa es la clave poética del texto: cada imagen tiene la textura de lo vivido, pero también de lo soñado. Como en los mejores poemas de Robert Frost —y no es gratuita la comparación—, el sentido emerge más de las pausas que de las palabras. Lo no dicho pesa tanto como lo que se dice, y la tensión emocional se mantiene gracias a esa fidelidad obstinada a lo insinuado, a lo que se esconde bajo el lenguaje.

            Ignacio Escuín, poeta antes que narrador, escribe con una atención casi litúrgica a la forma, al ritmo, al poder sanador de las palabras que se organizan en frases y párrafos circulares,  que vuelven una y otra vez sobre la misma herida que no termina de cerrarse. En este sentido, Algo parecido a un sueño podría leerse también como un largo poema en prosa, una elegía íntima con forma epistolar —falsa carta dirigida a una o a varias “luciérnagas”: su verdadero amor— que se expande sin estallar, que avanza como lo hace la pena y el dolor: lentamente, en espiral, volviendo sobre los mismos temas y las mismas ausencias.

            Esta novela, generacional y de estado, como las dos anteriores con las que forma una trilogía, tiene mucho de confesional y de autoficción. No hay trama, es más bien una experiencia emocional, una escritura catártica.

            El espacio y el tiempo en la novela son también materia onírica, por momentos el sueño y la realidad se confunden. No hay anclajes claros, no hay cronologías marcadas. Todo flota. El lector se desliza por el texto como si caminara sobre hielo fino: con la sensación constante de que puede romperse en cualquier momento, y de que lo que hay debajo —el abismo del recuerdo y del vacío— es más grande que todo lo visible. Hay una ciudad, una casa, viajes, amor(es), amigos y una pasión compartida: la literatura, son los “detectives salvajes”. Describe todo un mundo literario puesto en clave poblado por escritores y políticos reales que el avezado lector disfrutará descifrando. Pero, sobre todo, hay una conciencia que se interroga a sí misma y se expone de manera descarnada. Escuín nos invita a leer como quien sueña: sin resistirse, sin buscar una dirección clara, dejándose llevar por los desvíos y pliegues de la memoria.

            El resultado es un texto honesto, desnudo, que no teme la fragilidad. Esa es quizás su mayor fuerza: la capacidad de hablar de lo que se rompe sin convertirlo en drama, de mirar la tristeza, las debilidades personales y el dolor sin caer en el sentimentalismo. Y cuando se cierra el libro, uno queda con la sensación de haber atravesado un espacio extraño pero familiar, un paisaje emocional que se parece mucho al nuestro.

            Tal vez por eso el título resulta tan preciso: lo que hemos leído no es un sueño, pero se le parece. No es una historia, pero sí es una forma de habitar la duda existencial y los fracasos.


Ignacio Escuín, Algo parecido a un sueño o un poema de Robert Frost, Zaragoza, Libros del Gato Negro, 2025.

 

domingo, 17 de agosto de 2025

 

LA TIERRA ESCRITA: TERUEL EN LA OBRA DE CASTRO Y MELERO, PREMIOS DE LAS LETRAS ARAGONESAS




 

            En un país donde algunas provincias parecen necesitar ser nombradas cada día para no desvanecerse del mapa, la literatura ha conseguido que Teruel no solo permanezca, sino que respire con fuerza propia. Gracias a dos voces aragonesas imprescindibles —Antón Castro y José Luis Melero—, recientemente reconocidos con el Premio de las Letras Aragonesas, esta tierra de belleza discreta y tenaz ha encontrado un lugar perdurable en la memoria colectiva a través del poder de la palabra.

            Ambos autores han hecho de Teruel mucho más que un simple territorio: lo han convertido en un espacio emocional, simbólico y literario. La han transformado en un paisaje interior, íntimo y perdurable. “Teruel es una patria del alma”, escribió Antón Castro; y José Luis Melero lo ratifica desde la trinchera amable de sus libros, con una erudición cálida y rigurosa: bibliotecas olvidadas, escritores rescatados, recuerdos mínimos que preservan la voz de una tierra que se niega a ser silenciada por el olvido.

Antón Castro: entre el mapa y el mito

            Antón Castro (A Coruña, 1959), afincado en Aragón desde hace décadas, ha construido una obra en la que la crónica, la poesía y la ficción conviven con naturalidad. Premio Nacional de Periodismo Cultural —entre otros muchos reconocimientos— ha escrito sobre Teruel con la mirada del viajero atento, del narrador que observa con respeto y cuenta con ternura.

            Durante años, Antón Castro recorrió la provincia de Teruel como periodista y también por amor: a su mujer y a una tierra que empezaba a descubrir con asombro y devoción. Lugares como Alcañiz, Urrea de Gaén, Iglesuela, Ejulve, Cantavieja o Camarena de la Sierra fueron algunos de los destinos de ese deambular nómada, siempre con un cuaderno en la mano y una mirada atenta. De aquellos años nacieron sus primeros libros de relatos: Los pasajeros del estío (1990) y El testamento de amor de Patricio Julve (1995), en los que comarcas como el Matarraña, el Maestrazgo o Gúdar-Javalambre no solo sirven como escenarios, sino que adquieren el peso y la presencia de verdaderos personajes.

            De ese nomadismo profesional y vital debido a la profesión de la madre —médico— surgió también una herencia íntima y literaria: sus hijos, Aloma y Daniel, crecieron entre paisajes, libros y relatos, mamaron el territorio y heredaron la mirada curiosa de su padre. Ambos han seguido, de algún modo, sus pasos en el mundo de la escritura. Daniel, en particular, lo ha hecho con voz propia y un tono irreverente, como demuestra en su desopilante parodia Un hipster en la España vacía, inspirada y ambientada en pueblos turolenses recorridos en su infancia.

            A estos territorios iniciales se sumarían después otras comarcas como la del Jiloca o la Sierra de Albarracín, que nutren obras como Los seres imposibles (1998). También su poesía tiene a Teruel como protagonista constante —y cabe esperar la próxima publicación de “El centinela de las estaciones”, un poemario inédito hasta la fecha, enteramente dedicado a esta provincia—. Su vínculo con Teruel se extiende igualmente al ámbito divulgativo, con numerosas colaboraciones en libros colectivos sobre sus paisajes, historia y cultura, personajes ilustres —Aragoneses ilustres, ilustrados e iluminados— o seres imaginarios —Bestiario aragonés—.

            La prosa de Castro, tan lírica como auténtica, y en ocasiones cercana a lo legendario, transita entre lo realista, lo tremendo y lo fantástico. Pueblos como Alcañiz, Albarracín, Calamocha, Cantavieja, Rubielos o Allepuz aparecen con frecuencia en sus relatos, crónicas y poemas, habitados por personajes locales, leyendas ancestrales y paisajes nevados que revelan el alma íntima de la provincia.

José Luis Melero: el lector que no olvida

            José Luis Melero (Zaragoza, 1956), bibliófilo, erudito y narrador de lo marginal, ha hecho de la lectura una forma de militancia cultural. En sus obras —Leer para contarlo, La vida de los libros, entre otras—, Teruel aparece constantemente, ya sea a través de escritores casi anónimos, bibliotecas olvidadas o anécdotas que reconstruyen la vida cultural de Aragón con una precisión afectiva.

            Desde 2009, Melero ha ido dando forma a un proyecto literario único, fruto de toda una vida lectora de bibliófilo irredento y patológico —su biblioteca cuenta con casi cuarenta mil volúmenes—. Lo inauguró con La vida de los libros y ha alcanzado ya siete volúmenes con el reciente Bibliotecas y extravíos, todos publicados por Xordica Editorial y bellamente ilustrados con las portadas alegóricas de Jorge Gay. En ellos se recogen los artículos que Melero publica cada semana en el suplemento cultural “Artes & Letras” del Heraldo de Aragón. Cada texto es un ejercicio de rescate, de documentación y de ternura hacia lo que otros desconocen, ya no miran o han olvidado.

            Melero no solo recuerda: reconstruye y protege. Y en ese gesto, Teruel y sus pueblos ocupan un lugar esencial. No es casualidad que tantos de sus textos contengan referencias a bibliotecas rurales, lectores silenciosos, autores de provincia y momentos en los que la literatura se entrelaza con la vida sencilla.

Una ética común

            Castro y Melero escriben desde una misma ética: el respeto por lo humilde, la defensa de una cultura que no busca el escaparate, la pasión por lo genuino. En sus obras hay campanas oxidadas, cafés con memoria, libros sin títulos, lectores anónimos. Hay un Aragón profundo, áspero y bello, que se niega a desaparecer. Y en ese Aragón, Teruel late como un corazón discreto pero firme.

            Mientras los debates sobre infraestructuras y despoblación siguen ocupando titulares, ellos han elegido otro camino: el de la permanencia literaria. Han hecho de Teruel no solo un escenario, sino un personaje. Una tierra que se escribe, se recuerda y se honra.

            Este texto quiere ser un reconocimiento sincero a dos autores que han sabido mirar donde otros no veían. A Antón Castro, el gallego más aragonés del mundo por sensibilidad y compromiso, y a José Luis Melero, aragonesista hasta la médula, incansable defensor de la cultura que nace lejos del centro. También es un homenaje a quienes han tenido el acierto de concederles el Premio de las Letras Aragonesas, celebrando así su trayectoria y su mirada profunda. Todo un acierto.

            Y, por supuesto, es un homenaje a Teruel, que sigue existiendo porque se nombra, se escribe y se recuerda. Mientras haya quienes la conviertan en literatura, Teruel no desaparecerá del mapa. Al contrario: seguirá latiendo en cada página.