CONTAR, CANTAR Y
JUGAR.
Antes que
surgiera la escritura, la humanidad contaba historias. Narraban aventuras de
caza, pesca, recolección, observaban las estrellas, el sol, la luna, la lluvia…
e inventaban relatos y canciones que contaban y cantaban alrededor del fuego
antes de dormir, los niños, cautivados por la voz de los ancianos, escuchaban
sin pestañear, deseando que las sesiones no finalizaran. Mi generación quizá
sea la última que pueda recordar con nostalgia y coherencia este paradigma
cultural: el de la literatura oral; el de escuchar y disfrutar con los que
escucharon antes que nosotros a sus padres y abuelos, a los que han vivido y
saben por experiencia más que nosotros.
La
tradición oral es la forma de transmitir de generación en generación, de
abuelos y padres a hijos, la cultura de una comunidad a través de cuentos,
romances, leyendas, canciones, adivinanzas, refranes, etc. Y en la transmisión
oral se conservan conocimientos, creencias y experiencias valiosas para la
sociedad, pero también se transmiten sentimientos, preocupaciones, afectos, acciones,
actitudes y aptitudes… A menudo se piensa que solo en las culturas ágrafas la oralidad
es importante, sin tener en cuenta que también en las sociedades letradas
contemporáneas sigue siendo un método de comunicación vivo, de aprendizaje no
formal, necesario para el desarrollo personal y social con el que se trabaja la
atención, la memoria, la imitación, la expresión corporal, la comunicación, la capacidad
rítmica y musical, la socialización, el conocimiento… y lo que es más
importante, todo eso se consigue de manera ágil y divertida, jugando.
El mundo,
Europa, España, Aragón, Teruel, nuestros pueblos llegan con considerable
retraso, en muchos casos sin haber acometido en su momento la reestructuración
del imaginario colectivo, sin haber trasladado su patrimonio oral –simbólico en su mayor parte- a los formatos que le
habrían asegurado su perdurabilidad futura, no me refiero solo al académico ni
intelectual, sino también a la cultura de masas, en especial al régimen digital
predominante en la actualidad.
Decir en
estos momentos que una persona está cultivada es integrarla en la “cultura”, que
significa “cultivo”, vocablo, como tantos otros, proveniente del mundo agrícola
del que todos, hasta la fecha, de una u otra manera, procedemos. El lenguaje se
enriquece gracias a que incorpora historias en general comprimidas que
constituyen un humus fertilizador compuesto por las experiencias de nuestros
antepasados, que en muchas ocasiones se concentran en cuentos, juegos, cantos,
tradiciones… Por eso necesitamos las historias, para enriquecer nuestra
percepción de la realidad, para huir de la presión mediática, para seguir
siendo parte de una cadena que está a punto de romperse con los que nos
precedieron y nos convertirá en otra cosa, en seres deshumanizados, carentes de pasado y
con incierto futuro, pues para llegar a ser, hay que saber de dónde vienes.
Víctor Sanz
se niega a ese cambio de consecuencias insospechadas, considera necesario
recordar, desandar el camino y cuando se aproxima a la última curva del suyo,
repasa la historia vivida con la satisfacción de haber llegado hasta ahí a
pesar de las dificultades y trampas de la vida, y con la generosidad del abuelo
satisfecho de haber cumplido con la perpetuación de la especie, ofrecer a sus
nietos una obra miscelánea en la que reivindica el arte de contar, cantar y
jugar, de recordar, hablar y decir, de manera que se remonta hasta su niñez
para recopilar hechos, vivencias, casi 150 juegos infantiles y juveniles ya en
su mayoría olvidados (“las cuatro esquinas”, “las tabas”, “la calva”, etc.),
tradiciones rurales ya casi extintas (el matapuerco; el nacimiento –bautizo-,
bodas y muerte en la propia casa, etc.), oficios perdidos (lecheras, albarderos,
esquiladores, herreros, etc.), fiestas tradicionales (patronales, Santa Cruz,
Jueves Lardero, etc.), trabajos desaparecidos (siembra, siega, trilla…), los
motes, lugares especiales de socialización
en el mundo rural (el cementerio, el río, el barranco, los molinos y el batán…),
más de 50 canciones populares y, además, como colofón, incorpora 14 entrevistas
y semblanzas de personas ya fallecidas, varias con más de cien años, algunas de
ellas nacidas incluso a finales del siglo XIX, en las que rememoran su
experiencia vital, testimonios de incuestionable valor cuyo recuerdo perpetúa y
nos lega para salvar su memoria, que es también la nuestra.
Muchos de
los huesos de los frutos se usaron para jugar y si nos paramos a pensar
caeremos en la cuenta de que en su interior se encierran los recuerdos de días
pasados plenos de placeres simples, rudos y perdidos, me atrevería a decir que
casi para siempre, como las tardes de trilla en la era y de jugar en el pajar,
cuando al atardecer, rubios del polvo picante del trigo o la cebada acudíamos a
aliviar la picazón para bañarnos en cueros vivos en las balsas del pueblo o en
las aguas del río… Son recuerdos, sabores, olores, una calle, una ventana, una
canción, un juego… son la magdalena de Proust, recuerdos personales de
situaciones individuales que en muchas ocasiones, como las mismas canciones o
los juegos, son comunes a muchas infancias.
Como dijo
Pío Baroja, “estas canciones antiguas, aunque sean malas, para los viejos son
muy sugestivas y evocadoras, porque recuerdan, como ninguna otra cosa, una
época.” Así es, las canciones, los juegos, las tradiciones evocan un tiempo,
como la moda, pero se conservan, si somos capaces de preservarlas, con más
lozanía y vitalidad. Nuestros hijos apenas conocen ya algunas referencias de
todo ello, eran canciones y juegos que se aprendían y renovaban en la calle, sin
coste alguno, oralmente y con la práctica pero, por desgracia, en una sociedad
consumista como la nuestra, nuestros hijos, mejor alimentados, más altos,
limpios y con menos tiempo para sus fantasías y juegos ya no lo hacen en la
calle, tampoco en casa, viven en el metaverso, en una realidad virtual, ya no
luchan a pedradas ni se descalabran en las eras, tampoco practican los viejos
juegos sociales, ni cantan las viejas canciones que animaban la vía pública y
enfadaban a más de una mujer o un viejo cascarrabias, esperan que se lo den
todo hecho unas máquinas idiotizantes que anulan su fantasía y creatividad.
Víctor se dirige a sus nietos y les
regala su testimonio de vida, confiesa que ha vivido y les habla de su
infancia, de juegos tradicionales, canciones infantiles, tradiciones, del
lenguaje perdido de las campanas, de remedios caseros, de novenas, rogativas y
santos, de un mundo rural que se pierde, en definitiva, de sus raíces. Para conocer
la melancolía de un pueblo es menester haber sido niño en él, correr y
disfrutar por sus calles y de las infinitas posibilidades que ofrece su
realidad.
Este Abuelos, contadnos cosas nos retrotraerá
a nuestra infancia: esta o aquella melodía avivará el recuerdo desvanecido de
juegos, travesuras infantiles e ingenuas trapacerías de pandilla. No faltará
quien recobre el rostro olvidado de amigos, compañeros y maestros, o los
detalles del callejero infantil de su pueblo poblado de carros, niños, perros y
gatos, de corrales con gallinas, pavos, ovejas, cabras, cerdos, machos y mulas…
Para otros será un descubrimiento, porque no es lo mismo leer las letras que
solfear melodías o volver a jugar con la memoria. Este libro abre una ventana
al mundo real, rural y agrario del que en mayor o menor grado procedemos.
Víctor Sanz se niega a darle sepultura y quiere perpetuarlo, como debe ser, en
la memoria de sus nietos, por eso comienza su libro visitando con ellos el
cementerio donde están enterrados sus antepasados para honrarlos y recordarlos.
Ha cumplido. Pasen, lean, canten y jueguen, disfrutarán como niños.
VÍCTOR SANZ, ABUELOS, CONTADNOS COSAS