PRESENTACIÓN EL PRÓXIMO DÍA 25 DE JUNIO EN EL MUSEO PROVINCIAL A LAS 20 HORAS |
El catedrático emérito de Historia del Arte y otros Medios Audiovisuales de la Universidad de Zaragoza y escritor de importantes ensayos, guiones de cine, etc., en la actualidad también novelista de éxito, ha tenido a bien prologar mi librito de relatos, Fotogramas. 14 cuentos de cine, con un excelente texto que los enriquece sobremanera y dota de sentido a todo el conjunto. Él, modestamente, lo calificó al remitírmelo como "delantalito", pero para mí es todo un traje de boda, por eso no me resisto a regalároslo. Ahí va, no tiene desperdicio.
“LA
ESCRITURA DE LA
VIDA ”
“
por
AGUSTÍN SÁNCHEZ VIDAL
Hace un lustro Juan Villalba publicaba
en Eclipsados Cuarto menguante, una
colección de relatos con afortunado título. Además de hacer honor al nombre de
la editorial, se atenía a él para
articularse en cuatro partes. La primera, Cuentos
escolares, estaba integrada por narraciones tan impagables como “La junta
de la culata” y “La mesa”. Proseguía con Cuentos
rurales, todos ellos sin desperdicio, entre los que podrían destacarse
“Como un golpe de viento” y “Más amarga que la muerte es la mujer”. Y luego se
lanzaba ya a tumba abierta en los otros dos apartados, musicalmente denominados
Gnossienes y Variaciones sobre un mismo tema.
Pues bien, en el encomendado a Eric
Satie podía leerse “Valor añadido”, donde se asistía al mutuo espionaje, casi
en palíndromo, de los detectives Sam Spade y Philip Marlow. Un fuego cruzado
entre literatura y cine que tanto podría derivar de las páginas de Dashiell
Hammett y Raymond Chandler como de las películas de John Huston y Howard Hawks.
Pero es que, además, iba precedido por
“El toro y la estrella”, donde el monolito que Arthur Clarke y Stanley Kubrick
tramaron para su odisea espacial venía a encarnarse en el tótem turolense que
preside la Plaza
del Torico. Ese relato, ahora recuperado en este libro e inserto en la
cronología que le corresponde, parecería preludiar su arranque, esas dos
versiones para una misma historia de amor. Porque uno de sus pilares desempeña
a orillas de Ebro el mismo papel tribal que la columna y el astado en la ciudad
de los Amantes.
Sólo que ahora el cine se ha convertido
en el entero hilo conductor de estos catorce cuentos. Que se inician con la
primera película española conservada. A través de los vetustos fotogramas que
han sobrevivido aún podemos reconstruir los gestos cotidianos de sus
protagonistas. Uno de ellos ha sido sorprendido por la cámara en el impaciente
apremio de liar un cigarrillo que habrá echado de menos a lo largo de la misa
de doce. Se mantiene ajeno a aquel artilugio que no sabe qué es ni para qué
sirve. Sin embargo, gracias a él todavía podemos revivir el otoño zaragozano de
1899, el tránsito desde la penumbra del portón hasta el sol de la plaza, fijado
para siempre en la precaria emulsión de un chasis Lumière.
Y
también en el “cortometraje” de Juan Villalba que abre este itinerario, con su
dedicatoria al inolvidable personaje de Antón Castro que recorre el Maestrazgo
turolense armado de su cámara fotográfica. Bajo su patrocinio se despliega una
doble versión, esas dos salidas fabril y devocional, lionesa y zaragozana, de
la mano de dos fotógrafos legendarios, el francés Jean Laurent y “el intrépido
Cepero”, de nombre Lucas, nacido en Monegrillo y asesinado en 1924 en la
capital aragonesa por un marido despechado que le disparó a bocajarro.
Esa red de rebotes y
referencias, de dobles versiones y tomas, con que se inician estos Fotogramas da buena idea de la sutileza de sus páginas,
auténtica filigrana de la mejor cinefilia y muy depurada literatura. No sería
adecuado, por mi parte, avanzar más allá de ese pórtico y destripar su
cuidadosa disposición, incurriendo en lo que ahora se llama spoilers. No debe interferirse en ellos, necesitan de la
complicidad a la que se convoca al lector, para compartir ese vasto legado de
celuloide que vertebró el siglo XX de punta a punta, y sin el cual todos
nosotros seríamos muy otros.
El premio Nobel de Literatura Vidia S.
Naipaul lo ha comparado a la gran novela realista decimonónica en su momento
auroral, cuando hubo de rendir testimonio de los cambios acarreados por la
revolución industrial: “No creo exagerar
al decir que sin el Hollywood de los años treinta y los cuarenta yo habría
padecido una verdadera indigencia espiritual... Y he de preguntarme si el
talento antes destinado a la literatura de imaginación no habrá ido a parar en
este siglo a los primeros cincuenta años del glorioso cine”.
Algo parecido ha hecho Juan Marsé por
boca de su alter ego en El fantasma del
cine Roxy, donde se procede a la evocación de un espectáculo
voluntariamente estilizado y artificioso. Aquellos fotogramas estaban construidos plano a plano, con una densidad
de miradas y gestos, con una intensidad de luces y sombras, con una dicción
visual que los anclaba en la memoria de forma indeleble, hasta echar en ella
raíces muy profundas.
Es un mundo que hoy parece tan brumoso
y lejano como las convenciones de la ópera, pero que al mismo tiempo resulta
tan accesible que sigue interpelando de tú a tú a gentes de las más diversas
edades y geografías. Capaz de contar
historias universales depurando y destilando muchas de las tradiciones
meramente locales, sometiéndolas al plebiscito de cualquier público o cultura.
Las páginas de Juan Villalba prolongan
lo mejor de aquellos fogonazos: ojos acechados por navajas de afeitar; el caleidoscopio
de la identidad personal, imposible ya de recomponer cuando se ha roto la bola
de cristal donde se preserva la infancia; la pulsión escópica que nos lleva a
ejercer de mirones frente a la pantalla, del mismo modo que lo haríamos en el
patio trasero; la eterna partida al ajedrez con la muerte; el fulgor de los
diamantes, arcos iris y sueños; el pálpito de la horda primitiva ante los
tótems y tabúes que le ayudarán a preservar su cohesión tribal; el amor sin
edad; el carrito de bebé que seguirá bajando las escaleras en un bucle
infinito; qué bello es morir en el Danubio azul; cómo combinar la ginebra
Tanqueray y el vermut Noilly Prat, los burros podridos y los cadáveres
exquisitos, los jesuitas y el Marqués de Sade; las guerras de África y las de los
replicantes más acá de la
Puerta de Tannhäuser; tsunamis, rescates y animales que son
mucho más que mascotas; y esa traca final en largometraje, la serpiente de
celuloide que gira sobre sí misma irisando en todas direcciones, bajo el férreo
Macguffin de unas trufas pero que muy negras.
Y luego está el título. A día de hoy, fotograma es casi un arcaísmo, una
palabra de época. De esas que se dispone a hacer las maletas para irse al
asilo, como el evocado en “Mi vida por un cigarro”. Cosa de cinéfilos. Juan
Villalba ha venido a ponerlo al frente de su libro cuando las grandes
distribuidoras acaban de darle el finiquito. Las películas se trajinan ahora en
digital, y en su lugar las nuevas hornadas hablan de frames. Bien lo sabe ese Germinal Morral --sumido ya en el desguace
de la tercera edad y la brecha digital— que en el arranque de este libro se
sienta ante el ordenador y se dispone a repasar en Youtube la historia del
cine.
De modo que apelar a esa antigualla
analógica en el frontispicio es una muy consciente declaración de principios. Y
también lo es el número, esto quizá de modo inconsciente: 14 fotogramas –por
segundo-- era el umbral a partir del
cual el proyector reproducía de forma convincente el movimiento. Es decir, la
vida. Lo que en EEUU se llamó Vitagraph y
Biograph, que luego prestaron sus
nombres a productoras famosas, donde rompieron sus primeras lanzas algunos de
los padres de la criatura, como David W. Griffith. Y en países como Argentina
el cine se llamó Biógrafo: escritura
de la vida.
Luego
vino el glamour, los contratos millonarios, los locales de miles de butacas
donde los espectadores contenían el aliento, la liturgia de las matinales donde
se desfogaba la chiquillería, la alfombra de los Oscars, las estrellitas en el
paseo de
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