CASABLANCA

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FOTO DE GONZALO MONTÓN MUÑOZ

sábado, 6 de junio de 2015

PRÓLOGO DE AGUSTÍN SÁNCHEZ VIDAL AL LIBRO DE RELATOS "FOTOGRAMAS. 14 CUENTOS DE CINE"

PRESENTACIÓN EL PRÓXIMO DÍA 25 DE JUNIO EN EL MUSEO PROVINCIAL A LAS 20 HORAS

   El catedrático emérito de Historia del Arte y otros Medios Audiovisuales de la Universidad de Zaragoza y escritor de importantes ensayos, guiones de cine, etc., en la actualidad también novelista de éxito, ha tenido a bien prologar mi librito de relatos, Fotogramas. 14 cuentos de cine, con un excelente texto que los enriquece sobremanera y dota de sentido a todo el conjunto. Él, modestamente, lo calificó al remitírmelo como "delantalito", pero para mí es todo un traje de boda, por eso no me resisto a regalároslo. Ahí va, no tiene desperdicio.

                                        LA ESCRITURA DE LA VIDA
por
AGUSTÍN SÁNCHEZ VIDAL


         Hace un lustro Juan Villalba publicaba en Eclipsados Cuarto menguante, una colección de relatos con afortunado título. Además de hacer honor al nombre de la editorial,  se atenía a él para articularse en cuatro partes. La primera, Cuentos escolares, estaba integrada por narraciones tan impagables como “La junta de la culata” y “La mesa”. Proseguía con Cuentos rurales, todos ellos sin desperdicio, entre los que podrían destacarse “Como un golpe de viento” y “Más amarga que la muerte es la mujer”. Y luego se lanzaba ya a tumba abierta en los otros dos apartados, musicalmente denominados Gnossienes y Variaciones sobre un mismo tema.
         Pues bien, en el encomendado a Eric Satie podía leerse “Valor añadido”, donde se asistía al mutuo espionaje, casi en palíndromo, de los detectives Sam Spade y Philip Marlow. Un fuego cruzado entre literatura y cine que tanto podría derivar de las páginas de Dashiell Hammett y Raymond Chandler como de las películas de John Huston y Howard Hawks.
         Pero es que, además, iba precedido por “El toro y la estrella”, donde el monolito que Arthur Clarke y Stanley Kubrick tramaron para su odisea espacial venía a encarnarse en el tótem turolense que preside la Plaza del Torico. Ese relato, ahora recuperado en este libro e inserto en la cronología que le corresponde, parecería preludiar su arranque, esas dos versiones para una misma historia de amor. Porque uno de sus pilares desempeña a orillas de Ebro el mismo papel tribal que la columna y el astado en la ciudad de los Amantes.
         Sólo que ahora el cine se ha convertido en el entero hilo conductor de estos catorce cuentos. Que se inician con la primera película española conservada. A través de los vetustos fotogramas que han sobrevivido aún podemos reconstruir los gestos cotidianos de sus protagonistas. Uno de ellos ha sido sorprendido por la cámara en el impaciente apremio de liar un cigarrillo que habrá echado de menos a lo largo de la misa de doce. Se mantiene ajeno a aquel artilugio que no sabe qué es ni para qué sirve. Sin embargo, gracias a él todavía podemos revivir el otoño zaragozano de 1899, el tránsito desde la penumbra del portón hasta el sol de la plaza, fijado para siempre en la precaria emulsión de un chasis Lumière.
         Y también en el “cortometraje” de Juan Villalba que abre este itinerario, con su dedicatoria al inolvidable personaje de Antón Castro que recorre el Maestrazgo turolense armado de su cámara fotográfica. Bajo su patrocinio se despliega una doble versión, esas dos salidas fabril y devocional, lionesa y zaragozana, de la mano de dos fotógrafos legendarios, el francés Jean Laurent y “el intrépido Cepero”, de nombre Lucas, nacido en Monegrillo y asesinado en 1924 en la capital aragonesa por un marido despechado que le disparó a bocajarro.
         Esa red de rebotes y referencias, de dobles versiones y tomas, con que se inician estos Fotogramas  da buena idea de la sutileza de sus páginas, auténtica filigrana de la mejor cinefilia y muy depurada literatura. No sería adecuado, por mi parte, avanzar más allá de ese pórtico y destripar su cuidadosa disposición, incurriendo en lo que ahora se llama spoilers.  No debe interferirse en ellos, necesitan de la complicidad a la que se convoca al lector, para compartir ese vasto legado de celuloide que vertebró el siglo XX de punta a punta, y sin el cual todos nosotros seríamos muy otros.
         El premio Nobel de Literatura Vidia S. Naipaul lo ha comparado a la gran novela realista decimonónica en su momento auroral, cuando hubo de rendir testimonio de los cambios acarreados por la revolución industrial:  “No creo exagerar al decir que sin el Hollywood de los años treinta y los cuarenta yo habría padecido una verdadera indigencia espiritual... Y he de preguntarme si el talento antes destinado a la literatura de imaginación no habrá ido a parar en este siglo a los primeros cincuenta años del glorioso cine”.
         Algo parecido ha hecho Juan Marsé por boca de su alter ego en El fantasma del cine Roxy, donde se procede a la evocación de un espectáculo voluntariamente estilizado y artificioso. Aquellos fotogramas estaban  construidos plano a plano, con una densidad de miradas y gestos, con una intensidad de luces y sombras, con una dicción visual que los anclaba en la memoria de forma indeleble, hasta echar en ella raíces muy profundas.
         Es un mundo que hoy parece tan brumoso y lejano como las convenciones de la ópera, pero que al mismo tiempo resulta tan accesible que sigue interpelando de tú a tú a gentes de las más diversas edades y geografías. Capaz de contar historias universales depurando y destilando muchas de las tradiciones meramente locales, sometiéndolas al plebiscito de cualquier público o cultura.
         Las páginas de Juan Villalba prolongan lo mejor de aquellos fogonazos: ojos acechados por navajas de afeitar; el caleidoscopio de la identidad personal, imposible ya de recomponer cuando se ha roto la bola de cristal donde se preserva la infancia; la pulsión escópica que nos lleva a ejercer de mirones frente a la pantalla, del mismo modo que lo haríamos en el patio trasero; la eterna partida al ajedrez con la muerte; el fulgor de los diamantes, arcos iris y sueños; el pálpito de la horda primitiva ante los tótems y tabúes que le ayudarán a preservar su cohesión tribal; el amor sin edad; el carrito de bebé que seguirá bajando las escaleras en un bucle infinito; qué bello es morir en el Danubio azul; cómo combinar la ginebra Tanqueray y el vermut Noilly Prat, los burros podridos y los cadáveres exquisitos, los jesuitas y el Marqués de Sade; las guerras de África y las de los replicantes más acá de la Puerta de Tannhäuser; tsunamis, rescates y animales que son mucho más que mascotas; y esa traca final en largometraje, la serpiente de celuloide que gira sobre sí misma irisando en todas direcciones, bajo el férreo Macguffin de unas trufas pero que muy negras.
         Y luego está el título. A día de hoy, fotograma es casi un arcaísmo, una palabra de época. De esas que se dispone a hacer las maletas para irse al asilo, como el evocado en “Mi vida por un cigarro”. Cosa de cinéfilos. Juan Villalba ha venido a ponerlo al frente de su libro cuando las grandes distribuidoras acaban de darle el finiquito. Las películas se trajinan ahora en digital, y en su lugar las nuevas hornadas hablan de frames. Bien lo sabe ese Germinal Morral --sumido ya en el desguace de la tercera edad y la brecha digital— que en el arranque de este libro se sienta ante el ordenador y se dispone a repasar en Youtube la historia del cine.
         De modo que apelar a esa antigualla analógica en el frontispicio es una muy consciente declaración de principios. Y también lo es el número, esto quizá de modo inconsciente: 14 fotogramas –por segundo--  era el umbral a partir del cual el proyector reproducía de forma convincente el movimiento. Es decir, la vida. Lo que en EEUU se llamó Vitagraph y Biograph, que luego prestaron sus nombres a productoras famosas, donde rompieron sus primeras lanzas algunos de los padres de la criatura, como David W. Griffith. Y en países como Argentina el cine se llamó Biógrafo: escritura de la vida. 
         Luego vino el glamour, los contratos millonarios, los locales de miles de butacas donde los espectadores contenían el aliento, la liturgia de las matinales donde se desfogaba la chiquillería, la alfombra de los Oscars, las estrellitas en el paseo de la Fama. Y el flujo de las imágenes establilizado en 16 y 24 fotogramas por segundo. Pero todo empezó con un modesto artefacto que conseguía captarlas y secuenciarlas a 14. El número mágico que aseguraba la preservación de la vida, su escritura. Conste. 

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