De Nicanor Villalta se ha dicho que en él se encarnan muchos
de los tópicos que se nos atribuyen a los aragoneses: tesón, capacidad de
sufrimiento y decisión frente a la adversidad; es cierto, su poca estética
figura, su altura y desgarbo (se le llegó a denominar “el tubo de la risa”,
incluso el propio Hemingway, con toda su admiración, que fue mucha, hasta el
punto de bautizar a su hijo con el nombre de Nicanor, en un deseo expresado de
que siguiera los pasos de su ídolo, lo calificó de “el valeroso poste de
telégrafos aragonés”), le obligaban cada vez que toreaba a “transformarse”, a
actuar, a conseguir que su arte prevaleciera sobre su figura o el conjunto poco
armónico que formaba con el toro, debía siempre, en una representación
continua, torear para el público, encantarlo en una actuación constante, digna
de una actor consumado, y maravillarlo con la magia de su toreo para hacerle
olvidar su estética disforme.
Cierto, Villalta
era un actor consumado, lo demostraba cada tarde en los ruedos, pero también lo
fue para la gran pantalla, su físico, como hemos anticipado, jugaba en su
contra, pero lo compensó, como en el toreo, con valor, arrojo e inteligencia.
Su biografía, plagada de lances novelescos, daría para una buena película, pero
en esta serie de entregas tan sólo la esbozaremos, pues nuestro objetivo es su faceta,
poco conocida y menos aún estudiada, de actor, y me atrevería a decir también
que de guionista y productor, como vamos a intentar demostrar.
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