CASABLANCA

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FOTO DE GONZALO MONTÓN MUÑOZ

miércoles, 2 de julio de 2025

 

 

        ALMARIO BIBLIÓFILO



Dicen que somos lo que comemos, pero para algunos, es el caso de José Luis Melero y el mío, somos lo que leemos, porque no somos otra cosa que la colección de nuestros recuerdos formados, entre otras ilusiones y fantasías, por los mundos, viajes, aventuras y personajes que hemos imaginado a través de los libros. Una vez más, nuestro patológico lector incorpora una nueva publicación a su estante personal de su ya nutrido almario bibliófilo, una obra en marcha —fruto de toda una vida lectora—, que se inició en el año 2009 con La vida de los libros y cuenta ya con siete volúmenes si incluimos este último titulado Bibliotecas y extravíos. Todos cuidadosamente publicados por Xordica Editorial con alegóricas portadas de Jorge Gay, en los que reúne los artículos que semanalmente publica en el suplemento cultural “Artes & Letras” del Heraldo de Aragón.

         Como en otras ocasiones, Melero regresa a sus escritores de cabecera para homenajearlos: desopilante es el dedicado a las autodedicatorias de Miguel Labordeta y no lo es menos el, en este caso autoirónico de su propia mitomanía, de Luis Rosales y García Lorca —siempre Lorca— o los recuerdos de Sender, Braulio Foz y su Saputo, Gerardo Diego y, por supuesto, Pío Baroja, presente en tres entradas, en una de las cuales describe pormenorizadamente ese sueño cumplido debido a la intermediación de su amigo el pintor Pepe Cerda de visitar la casa de los Baroja en Itzea (proverbial es también el dedicado a su visita a “La casa de Moneva”). Tampoco se olvida de autores contemporáneos a los que admira como Fernando Castillo, Trapiello o Antonio Moreno.

         También, como en libros anteriores, exhibe un gusto poco común por lo desatendido y heterodoxo y nos invita a acompañarle en su infatigable búsqueda por rastros, almonedas y librerías de viejo de esos nombres menos conocidos de vidas pintorescas, bohemias y originales, la mayoría de ellos perdidos en libros olvidados: Balbotín, Balart, Arana, Arderius, Vidal y Planas, Cansinos, Felisberto Hernández... y algunos que, pese a su no muy lejana muerte, ya lo empiezan a estar como Francisco Umbral.

         Libros raros, absolutamente sepultados bajo la losa del tiempo: Asalto a la Cárcel Modelo (22 de agosto de 1936) del poeta Francisco Pino; El miajón de los castúos del “poeta tinajero” extremeño, Luis Chamizo, de jocosos versos ripios (“Contentete me puse / y alborotao / porque mi suegra / la había diñao”); La paz mundial, del excéntrico escritor murciano Pedro Boluda, autor de divertidas coplillas como aquella que escribió en su juventud siendo barbero practicante dedicada a una inquieta paciente: “En vez de darle un pinchazo, / le di dos, / porque no se estaba quieta / ni pa Dios”; la Cartilla escolar antifascita; Los suicidios en España, del jurista caspolino, Ambrosio Tapia; el Manual de barnices, charoles y vinos, una compilación de fórmulas para todo, que incluye, entre otras muchas, cómo “curar desolladuras en el escroto y para contener la gonorrea” o cómo “hacer nacer el pelo”, y ese raro entre los raros que es El trato social, de Adolf Von Knigge. O aquellos otros títulos más conocidos y reconocidos, en especial por su absoluta originalidad, caso de la Tontología, esa “antología de versos malos de poetas buenos” de Gerardo Diego o Moralidades, de Gil de Biedma.

         Por supuesto hay sitio para los escritores y personalidades aragonesas, tanto zaragozanos como oscenses y turolenses, siempre presentes en su corazón y biblioteca: Carlos Mendizábal —­el H. G. Wells aragonés—, Fernando Ferrero, Valenzuela la Rosa, Basilio Boggiero, Castán Palomar, Pascual Martín Triep, Mariano de Cavia, Domingo Miral, Sebastián Banzo, Miret Magdalena, Darío Pérez, Manuel Alvar, Juan Manuel Sánchez, Eusebio Blasco, Eduardo Taboada, Gaspar Sanz, Pedro Joaquín Soler, Juan Pío Membrado… y, claro, cómo no, para sus amigos: Ángel Guinda, Antón Castro, Fernando Sanmartín, Julio José Ordovás, Rosendo Tello, Irene Vallejo, Chusé Raúl Usón —su editor—, Luis Alegre, Pisón y los siempre presentes y nunca olvidados, Félix Romeo y Eloy Fernández Clemente.

         Las “melenécdotas” que ya definimos en su momento como anécdota más erudición, en ocasiones sazonada con mucho humor y expuesta con prosa clara, sencilla y eficaz brevedad (su capacidad de resumen y de relación de personajes es ejemplar, en este sentido resulta ejemplar “El duque de T’Serclaes”), la encontramos en “Juan Benet y Calanda”, “Edgar Neville, alcalde de Salou”, “Las memorias de Benito Rabal” o la más dramática de “Las memorias de María Asquerino”.

         Melero busca y rebusca, se esfuerza con loable tenacidad por encontrar mujeres extraviadas en la historia de la literatura y las encuentra con cuentagotas —no es tarea fácil—, pero las encuentra, como la uruguaya Blanca Luz, la feminista alcañizana Concepción Gimeno de Flaquer, la fotógrafa y escritora Teresa Chiltón, la periodista Josefina Carabías y la escritora oculta tras el nombre de su marido, Gregorio Martínez Sierra, María de la O Lejárraga. Con homenaje incluido a todas aquellas “mujeres académicas” cuya memoria rescató la profesora Concha Lomba en su discurso de ingreso de la Real Academia de Nobles y Bellas Artes de San Luis.

         Melero podría pasar por ser un raro de los suyos y en muchas ocasiones se convierte en el protagonista de sus aventuras librescas y nos permite acompañarlo en su azarosa e incansable búsqueda de libros, si pueden ser dedicados por sus autores mejor, como es el caso de “Una mañana en el rastro”, en la que encuentra Nuevas canciones, de Antonio Machado o esa Historia de Aragón, de su admirado Braulio Foz, cuya graciosa búsqueda y encuentro describe de modo paródico al convertirse en un Indiana Jones de pacotilla de “aventuras indecorosas” entre traperos.

                 

         Melero es un gran lector, no cabe duda, su universo literario está poblado de libreros, editores, revistas literarias, diarios, bibliófilos, etc., y la lectura es su modo de vida, obvio, pero su convivencia con los libros va más allá, su actitud es la de un cómplice necesario y esencial para que una obra se complemente y tenga auténtica existencia, no solo para sus ojos, sino para los de todos aquellos lectores que entienden esta pasión como un arma para luchar contra la soledad, la rutina y lo prosaico o simplemente para, como él mismo afirma, “vivir la vida de los otros sin salir de casa.”

         Bibliotecas y extravíos es pues un nuevo capítulo de esas memorias de lecturas apasionantes, curiosas y eruditas de un mitómano, fetichista (en este sentido resulta tan genial como divertido su doloroso recuerdo y descripción de un innominado libro en “Lo que pudo haber sido y no fue”) y lector arrebatado que goza compartiendo con generosa y gozosa sabiduría, desparpajo y alegría, humor y buen gusto, sus aventuras bibliófilas, un libro sobre libros que no debería faltar en la biblioteca personal de aquellos lectores amantes de la Literatura, la de los grandes nombres y la de los olvidados. A esta nueva entrega bien podría aplicarse lo que él mismo dice del ensayo de Yolanda Morató, Libres y libreras. Mujeres del libro en Londres: “Ese libro apasionante les hará pasar unas horas deliciosas, esas que tantas veces nos ofrecen los libros alejados del canon y las promociones editoriales”. Les aseguro que no les defraudará.

 

 

José Luis Melero, Bibliotecas y extravíos, Zaragoza, Xordica, 2024.