CASABLANCA

CASABLANCA
FOTO DE GONZALO MONTÓN MUÑOZ

viernes, 25 de enero de 2013

ACTORES Y ACTRICES: LUIS HOSTALOT







El actor turolense más importante es, sin duda, Luis Hostalot. 
Nació en Calaceite en 1951, si bien sus estudios primarios y el Bachillerato los realizó ya en Zaragoza, ciudad donde comenzó a colaborar con diversos grupos teatrales. A mediados de  los años setenta se trasladó a París, en cuya Universidad se licenció en Ciencias Técnicas del Teatro. Su formación la compaginó con trabajos en montajes teatrales de directores como Bernard Sobel, Víctor García, Radu Penciulescu, etc., así como también con colaboraciones para el cine en filmes como La chaussée des geants (Robert Enrico, 1978) o Tout feu tout flamme (Jean-Paul Rappeneau, 1980).




En su espectáculo del Quijote. Foto tomada de su blog
http://artesescenicasluishostalot.blogspot.com.es/p/el.html

En 1981, regresó a España y  desde ese momento combina de manera sistemática sus trabajos teatrales (en el año 2004 realizó una importante versión teatral de El Quijote) con los cinematográficos y televisivos. Así, participa en películas de directores como Jorge Grau (Coto de caza, 1982, y La puñalada, 1989), el primer Pedro Almodóvar (¿Qué he hecho yo para merecer esto?, 1984), Pilar Miró (Werther, 1986, y Tu nombre envenena mis sueños, 1996), o Mario Camus (La rusa, 1988), entre otros muchos,  comparte repartos con actores  de la talla de Fernando Fernán Gómez o Paco Rabal (Así en el cielo como en la tierra,  José Luis Cuerda, 1995) o actrices como Ana Belén o Victoria Abril ( Libertarias,  Vicente Aranda, 1996), forma parte de rodajes internacionales como The old man who read love stories (Rolf De Heer, 2000) o Las manos vacías (Marc Recha, 2003), protagoniza diversos cortometrajes o interviene en series televisivas tan populares como Turno de oficio (1986), de Mercero o Lorca, muerte de un poeta (1987), de Juan Antonio Bardem  y adaptaciones literarias de calidad como  La forja de un rebelde (1998), de Mario Camus y más recientemente en la exitosa Amar en tiempos revueltos.

Para saber más remitimos a su BLOG y a su entrada en IMDb

Don Adriano, el tacaño joyero de la Plaza de los Frutos.
Foto tomada de RTVE








jueves, 17 de enero de 2013

MARCOS ORDÓÑEZ, RONDA DEL GIJÓN. UNA ÉPOCA DE LA HISTORIA DE ESPAÑA, Madrid, Aguilar, 2007.


                                                  EL ESPÍRITU DE LA TERTULIA
Foto tomada del blog GARCÍA NIETO
Hasta nuestro cibernético e individualista siglo de blogs, chats, foros e internautas ávidos de relaciones virtuales en la red, gran parte de la vida transcurría alrededor de un café y en el Café.  Los nombres fundamentales de la Cultura, el Arte o la Política eran cafeinómanos irredentos que preferían el humo de sus tertulias a los salones aristocráticos, las academias o las tribunas universitarias. La Fontana de Oro, El Universal, El Café Nuevo, etc., fueron las cátedras de las artes, las letras, las ciencias y la política en el Madrid del siglo XIX; El Gato Negro, Fornos, La Granja El Henar, el Suizo, Pombo, el Lyon d’Or, Varela, Chicote, El Gijón y tantos otros lo fueron del XX. Estudiantes, pintores, escultores, arquitectos, escritores, músicos, juristas, médicos, periodistas, cómicos, toreros, etc., en suma, la sociedad entera gravitaba entorno a una taza de café. En la actualidad, sin embargo, las tertulias -entendidas como refugio sentimental e intelectual- han pasado a la historia fagocitadas por la velocidad del presente y los cafés han dejado de ser espacios llenos de vida para convertirse en cibercafés, en los que el teclado del ordenador ha sustituido a la pluma y el uso del Messenger a la conversación en presencia de corta distancia minada de ingenio corto y rápido.
            Marcos Ordóñez (Barcelona, 1957), profesor, crítico teatral, ensayista y escritor de ficciones, nos presenta Ronda del Gijón. Una época de la historia de España (Aguilar), un delicioso libro de entrevistas en el que dieciocho personalidades se retratan y retratan el momento de su recuerdo rememorando sus vivencias en el Café Gijón como excusa para hablar de un  periodo de su existencia. De esta forma, sumando fragmentos de vidas, Marcos Ordóñez reconstruye la etapa más importante del Gijón y una  parte significativa de la intrahistoria de este país.
            Este puzzle de recuerdos y biografías cruzadas se ordena cronológicamente desde los años treinta hasta la movida madrileña de los años ochenta, si bien los recuerdos tienen ese tono giratorio, oscilante, de la vida en el café. Lo inicia Eugenio Suárez, falangista fundador y director de un emporio periodístico (El caso, Sábado Gráfico, Velocidad, Cine en Siete Días,  etc.) y lo cierra el ya fallecido Alfonso González Pintor, “cerillero y anarquista”, como reza la placa que se colocó en su lugar de trabajo y al que de alguna manera se homenajea en el libro, que en un principio se iba a titular El cerillero del Café Gijón.
            Todos los entrevistados tienen su particular definición del Café Gijón, algunas son favorables, como la de Jesús Pardo, para quien “el Gijón era el espejismo que nos protegía de la realidad”; otras pretenden ser objetivas, como la de José Luis García Sánchez, para quien “el Gijón es como Madrid pero en pequeñito, un sitio al que va gente de muy diversa calaña para formar grupos de supervivencia”, la de Jesús García de Dueñas, para quien “el Gijón era un invento, un invento literario y nostálgico”, la del bohemio profesional, Perico Beltrán, para quien “el Gijón de los años cincuenta era centro de muchos trapicheos: se conseguían licencias, se traficaba con los bienes escasos, desde libros a pasta de dientes, se adelantaba dinero, se celestineaban teléfonos y direcciones, se dejaban y recibían recados…”, o la del calderoniano camarero, Pepe Bárcena, para quien “el Gijón es uno de los mejores teatros de Madrid.” Otras, sin embargo, no son tan positivas, caso de la periodista Rosana Torres, que paseo las cenizas de su padre por la noche madrileña y para quien “el Gijón era la gran central del sablazo” o la de Raúl del Pozo, para quien el Gijón es “el ateneo canalla de nuestra cultura”. Pero la más demoledora de todas es la de Ana María Matute, cuyo testimonio es el más amargo y desgarrador, para ella el Gijón “era una cosa muy pequeña, muy provinciana, y en el fondo muy mezquina. Un pequeño mundo muy casposo, lleno de envidias, de resentimientos. Como un casino de pueblo, con muchos viejos. Y con aquellos horribles escritores fascistas…”
Literalmente estamos ante un libro de entrevistas, una mezcla de crónica y reportaje, una especie de “documental escrito”, como gusta definirlo a su autor. Sin embargo, una lectura literaria (el sentido de la obra completa, de la armonía de sus partes, de su orden, de la lógica callada en la elección de voces y estilos) nos descubre un modélico ejemplo de prosa narrativa, en el que, por encima del hecho de entrevistar personajes y transcribir sus palabras con el fin de reconstruir una época, subyace el deseo de contar historias, para lo cual, Marcos Ordóñez se sirve de unos magníficos narradores con los que conforma una particular novela coral ambientada en la colmena del Café Gijón y protagonizada por escritores consagrados como César González Ruano, Eusebio García Luengo,  Camilo José Cela, Francisco Umbral, Ignacio de Aldecoa etc.; por nombres fundamentales de nuestro cine como Fernando Fernán Gómez (creador del premio de novela), Rafael Azcona, Juan Tébar, etc.; por míticos empleados, como el camarero por excelencia Manuel Luna, las particularísimas señoras de los lavabos, Pilar y Amalia, etc.;  por personajes excéntricos y surrealistas como la escultora Maruja Mallo, que se paseaba por el café desnuda, cubierta únicamente con un abrigo de pieles o el pintor Paredes Jardiel, que se presentó a Manuel Vicent a cuatro patas y mordiéndole la pernera del pantalón; por protagonistas de anécdotas costumbristas, como la de Azcona, al que le hicieron un traje en plena Gran Vía, o divertidas, como la  de Perico Beltrán, que encontró una cucaracha en la comida y pidió, sin perder en ningún momento la compostura, se la cambiaran por una gamba, etc. Personalidades recurrentes, siempre presentes en el recuerdo de todos los entrevistados, bien con opiniones encontradas o bien complementarias.
El Café Gijón ha sido un espacio generador de historias, allí se cerraban negocios, se buscaba trabajo, amores o que alguien te invitara a comer; sobre sus veladores se escribieron páginas decisivas del periodismo, el cine y la literatura española; en su barra se fraguó la amistad de Tip y Coll o se creó la asociación de Jueces para la Democracia; en sus espejos se reflejó la belleza de Ava Gadner y en sus asientos de pana roja deshojaron su  amor María Dolores Pradera y Fernando Fernán Gómez.
Fernando Fernán-Gómez, Mª Teresa Sahelices ,
Mª Dolores Pradera y José García Nieto.
Foto tomada del blog 
GARCÍA NIETO
Ronda del Gijón es eso y mucho más: es una obra poliédrica de difícil clasificación en la que “rondan”  con plena libertad personas y personajes; es un crisol de recuerdos en los que se mezclan sin apriorismos ni prejuicios de ningún tipo ideologías, filias y fobias; es un calidoscopio de miradas que pretenden radiografiar la esencia última, el verdadero espíritu de la tertulia.

Grupo Café Gijón 1947. Tomada del blog  GARCÍA NIETO




sábado, 12 de enero de 2013

DAVID CASTILLO Y MARC SARDÀ, "CONVERSACIONES CON JOSÉ 'PEPÍN' BELLO", Barcelona, Anagrama, 2007.



CONVERSACIONES CON UN TALIBÁN DE LA AMISTAD O EL COLECCIONISTA DE AMIGOS PRODIGIOSOS       
José Bello leyendo la revista de la Residencia de Estudiantes. 1997
 Archivo Residencia de Estudiantes. Archivo ARCHIVO JOSÉ BELLO
José Bello Lasierra (Huesca, 1904-Madrid, 2008), Pepín para los amigos, fue un testigo excepcional de la cultura española del siglo XX, en especial de su primer tercio, momento irrepetible en el que coinciden las generaciones del 98, del 14 y del 27. 
Homenaje al pintor Hernado Viñes. De pie (de izda a dcha.): José Caballero, Eduardo Ugarte, Eva Thais, Adolfo Salazar, Alfonso Buñuel, Federico García Lorca, Juan Vicéns, Luis Buñuel, Lupe Condoy, Acacio Cotapos, Rafael Alberti, Guillermo de Torre, Miguel Hernández, Pablo Neruda, Rafael Sánchez Ventura, Maria A. Agenaar Volgelzanz, Honorio Condoy. Sentados : Alberto Sánchez, Delia del Carril, Pilar Bayona, Hernando Viñes, Lulú Jourdan, María Teresa León, Gustavo Durán, Sra. de Dorronsoro. Primera fila: Domingo Pruna, Hortelano, Pepín Bello y Santiago Ontañón. Madrid, mayo de 1936. Archivo de Juan Vicéns y María Luisa González. Archivo Residencia de Estudiantes. Archivo ARCHIVO JOSÉ BELLO
Con once años, en 1915, ingresó en la Residencia de Estudiantes de Madrid, desde ese momento inició una actividad cultural constante que había de durar hasta el siglo XXI. Allí asistió a conferencias de importantes personalidades como Paul Valery, Madame Curie, Tagore, Einstein, Marañón, Bergson, Bernard Shaw, H.G. Wells o Chesterton; participó en la tertulias de Ramón Gómez de la Serna, Valle-Inclán, Pío Baroja o Unamuno; conoció a pintores como Miró o Picasso, a músicos como Stravinsky o Falla, a toreros como Belmonte o Sánchez Mejías, a científicos como Ramón y Cajal o Severo Ochoa, a poetas como Juan Ramón Jiménez, Dámaso Alonso, Jorge Guillén, Gerardo Diego, Emilio Prados, José Bergamín, Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Neruda, Luis Felipe Vivanco, etc; pero, sobre todo, trabó una entrañable amistad con Dalí, Lorca y Buñuel.
Pepín, Lorca y Dalí

Dalí en su libro de memorias La vida secreta de Salvador Dalí lo recordaba como el primer descubridor de su arte. Federico García Lorca le dedicó un capítulo, “Eros con bastón”, de su segundo libro de poemas, Canciones, y para él “Pepín era una gran persona, fundamental en aquel grupo, en aquella época.” No menos elogiosas resultan las palabras de Buñuel al definirlo en su particular libro de memorias como “buenazo, imprevisible, aragonés de Huesca, estudiante de medicina que nunca aprobó un examen, hijo del director de la Compañía de Aguas de Madrid, ni pintor, ni poeta, Pepín Bello no fue nada más que nuestro amigo inseparable.” Estos testimonios no son una excepción y dan cuenta de la bonhomía de un personaje muy querido por todos -probablemente porque nunca nadie vio en él una amenaza al no pretender tampoco nada-, un auténtico talibán de la amistad, cuya principal afición fue la de coleccionar amigos prodigiosos.
Pepín y Buñuel
Pepín fue uno de esos intelectuales raros e incatalogables que un buen día, sin que se sepa muy bien por qué, deciden ponerse al margen y sentarse en un banco del parque a ver pasar la vida o practicar el “ruismo” (salir a la calle y vivir) a perpetuarse en las artes; un hombre inteligente y dulcemente hermético, que renunció indolentemente a su propio talento y se contentó con ser testigo del trabajo de los demás, ese tipo de persona que nos deja la inquietud desasosegante de lo mucho que lleva dentro, inexplorado e "inexplotado".
Los periodistas y poetas David Castillo y Marc Sardà se aventuraron a bucear en el mar de su memoria y en Conversaciones con José “Pepín” Bello (Anagrama) nos presentan de una manera directa, con su propia voz,  el tesoro de sus recuerdos más valiosos. A este respecto debemos significar que sobre los pilares de algunos de esos testimonios, generosamente prodigados en diferentes momentos de su vida, se han construido numerosos estudios de prestigiosos ensayistas de la literatura y el cine, como reconocía Agustín Sánchez Vidal al dedicarle al joven anciano oscense su fundamental,  Dalí, Lorca, Buñuel: el enigma sin fin.
            Pepín Bello fue un conversador fascinante, original, inesperado y de largo aliento, pero en numerosas ocasiones fue más que un buen conversador (aquél que  ha vivido mucho y lo sabe comunicar) y se convertía en todo un escritor oral (aquel que se amedrenta ante la cuartilla en blanco o no quiere sufrir en el potro de tortura de la introspección de la escritura y decide elaborar sus trabajos conversando, o mejor dicho, monologando) para esbozar artículos hablados sobre pintura, poesía, política, personajes de las artes y la cultura, bien ilustrados de datos concretos e imágenes inmediatas, pero dejándolos ahí, flotando con el humo del tabaco en el caer de la tarde, sin darles mayor importancia. Bien es verdad que, en ocasiones, adoptaba modales de verdulera de barrio y contaba chismes, como cuando decía que “Juan Ramón pretendía vivir del aire. El dinero lo ganaba su esposa […] alquilando pisos”, que “A Belmonte le gustaban mucho las criadas y las cocineras.” , o calificaba de “sopas” a Machado, de “soso” a Azorín o de “sucio” a Pedro Garfías.
Así era Pepín Bello: simpático, creativo, escéptico, socarrón, transgresor… un auténtico surrealista o, al menos, como lo definió Juan Ramón Masoliver en 1929, “el aleccionador de los surrealistas españoles”.
             David Castillo y Marc Sardà consiguieron en Conversaciones con José “Pepín” Bello plasmar la amenidad del conversador, su agilidad mental, su sentido del humor y, sobre todo, la agudeza de su inteligencia. Pero, sobre todo, descubrieron en él ese lado humano de la persona –que no del personaje-, de  ese Pepín Bello que se confiesa nihilista y, sorprendentemente, reconocía que no había sido feliz y que hubiera preferido no haber existido. Paradojas de la vida: vivió casi 104 años, gozó de una salud de hierro y regaló hasta el día de su muerte una sonrisa al mundo.
El texto viene acompañado de 65 fotografías del archivo personal de Bello, las cuales se han convertido en auténticos iconos de la cultura del siglo pasado, como la que tomó el propio Pepín  del homenaje a Góngora en el Ateneo de Sevilla (intuyendo la importancia del momento salió a la calle y pidió prestada una cámara a un fotógrafo ambulante), considerada en la actualidad el acta de constitución de la Generación del 27.

Para saber más LOS IMPRESCINDIBLES DE RTVE






lunes, 7 de enero de 2013

FERNANDO ROYUELA, "CUANDO LÁZARO ANDUVO"

RESURRECCIÓN Y VIDA

Esta reseña ha sido publicada en la revista cultural TURIA 104
A Fernando Royuela le gusta incluir guiños intelectuales en los títulos de sus novelas: El prado de los monstruos (1996), Violeta en el cielo con diamantes (2005). Más abundantes son aquellos con reminiscencias bíblicas: Callejero de Judas (1997), La pasión según las fieras (2003), y el más reciente de todos, el de su última novela, Cuando Lázaro anduvo (Alfaguara, 2012). Efectivamente, la resurrección de Lázaro es el detonante de esta historia tan absurda como la vida misma: Lázaro, un apocado y pusilánime contable -“esclavo de las decisiones no tomadas”-, un Bartleby contemporáneo, es víctima de la actual reestructuración bancaria y es despedido en aras de la tan cacareada necesidad de rebajar “los costes estructurales”, ser más competitivos y mejorar la productividad. Con cincuenta y tres años y un matrimonio cimentado en la monotonía y el tedio, acepta con su habitual resignación su  nueva vida de desempleado, hasta que, poco tiempo después, una hemorragia cerebral se lo lleva al otro mundo para, de manera inexplicable, volver a la vida convertido en un nuevo Lázaro y vivir de esta manera toda una alucinante experiencia que pondrá al descubierto los resortes más oscuros y espurios de los distintos poderes de nuestra sociedad: el político, el económico, el religioso, el de los medios de comunicación, el tecnológico, etc. Políticos, banqueros, curas, periodistas, médicos, blogueros, su propia hija incluso -sólo lo llorará de verdad un antiguo amigo de instituto-, cada cual a su manera, tratarán de sacar partido a la resurrección de Lázaro.
Cuando Lázaro anduvo es una implacable sátira social, un retrato de nuestra sociedad que parece reflejado en el callejón del Gato, pero que es real, real como la vida misma, como nuestra propia vida. Fernando Royuela juega a dar la impresión de que el mundo de su novela está deformado, es esperpéntico, surrealista y absurdo –hay mucho Melville, Kafka, Pirandello, Valle, Saramago, etc., en su escritura-, pero no es así, su mundo es real, es el que nos rodea, es el que día a día está presente en nuestra cotidianidad, el que describen los medios de comunicación y su novela al comenzar cada uno de sus capítulos, repitiendo como un mantra, como una letanía, “Cuando Lázaro anduvo…”; su última pretensión  es la de presentar al lector su realidad más inmediata despojada de esa aparente ilusión de normalidad, descubrirle que vive en Matrix,  en un mundo en el que no existen los valores humanos, ni la libertad, ni el pensamiento independiente, donde todo se rige por criterios economicistas y por el interés, donde todo es de usar y tirar, donde sólo existe una única verdad, la de que somos esclavos (“El mundo real no es ese que os venden, con valores y principios morales que todos tienen que observar. El mundo de verdad es de otra forma. El mundo es un lugar salvaje en el que el fuerte se aprovecha del débil y el triunfador desprecia al perdedor. En el mundo real no hay libertad, ni igualdad, ni justicia, ni nada que se le parezca. Solo hay ricos y pobres…”). Pero que nadie se lleve a engaño, ésta no es una novela de tesis, ni mucho menos, Royuela no pretende moralizar ni sentar cátedra alguna, su narrador omnisciente se introduce en el pensamiento de los distintos personajes que pueblan la novela y adopta el punto de vista de cada uno de ellos sobre diferentes cuestiones siempre palpitantes, que a todos, de una u otra manera, en mayor o menor grado, nos interesan y preocupan: “La religión no era más que una mentira sociológica, una forma de mantener a las personas atrapadas en esa tradición de lo sumiso”;  “Nadie le había advertido de que el matrimonio pudiera ser tan sólo una máscara social.”, “La felicidad no era más que el logro de los objetivos propuestos”, etc. Sentencias que lanza sobre nuestras cabezas como pedradas, para obligarnos a tomar postura, para despertarnos de nuestro letargo vital –o mortal- y hacernos ver la incoherencia y la hipocresía social, las miserias cotidianas, la falta de valores de todo tipo, la carencia de ideales, etc. En suma, la inconsistencia  y la gran mentira en la que todos vivimos inmersos, mentira que no queremos ver y mucho menos asumir, pero que ahora nos atenaza y nos asfixia (“¿En qué se perfeccionaba la humanidad? ¿Cuál había sido el signo del progreso en los últimos cien años? Millones de hambrientos, guerras devastadoras, naturaleza arrasada por la especulación, ignorancia a raudales y la riqueza del mundo en manos de unos pocos. No, el mundo no había progresado en nada más que en esa percepción de las clases medias de que todo iba como debía cuando se miraban a su ombligo…”).
La capacidad narrativa de Royuela se pone de manifiesto en su fluidez expresiva y sobre todo en su humor, un humor descarado, antijerárquico, expresión de una vida puesta al desnudo, descarnada, expuesta en su armazón más esencial, que se convierte en la única realidad ante la desaparición de las certezas tradicionales. Desopilante es el reality show de los pollos, alegoría de nuestras propias vidas, digna del mejor Buñuel, y no menos divertido resulta el capítulo de la manifestación zombi, explicativa metáfora de nuestro estar en el mundo. De esta forma, lo patético y lo trágico cotidiano se convierten en elementos cómicos; lo dramático y lo caricaturesco terminan siendo una misma cosa.
Cuando Lázaro anduvo es una novela poliédrica, una tragicomedia grotesca de múltiples lecturas. La mía particular me aboca irremediablemente a la perplejidad, al escepticismo y al nihilismo más absoluto –el del propio Lázaro resucitado: “Ya descubriría por sí sola que la vida y la muerte son instantes de lo mismo, de la nada de la que todo forma parte, de la nada a la que todo va, de esa misma nada que escapa a la comprensión del ser humano y que le sume en la perplejidad.” Coincido también con la visión del personaje secundario, doctor en Física Cuántica,  alcohólico en rehabilitación, quien afirma: “El destino no nos pertenece. Somos lo que sucede en este instante y no hay que preocuparse ni por el pasado ni por el futuro […] los pasos de los seres humanos están trazados de antemano, de que la voluntad que supuestamente respalda sus decisiones forma parte de un orden incomprensible que surge del caos…” Nuestras vidas las rige el azar y hay que vivirlas aprovechando el momento, si puede ser en buena compañía y con una copita para relajar tensiones, mejor que mejor, pero si no tenemos a nadie a nuestro lado, Cuando Lázaro anduvo será una magnífica compañía. Sin duda una gran novela sobre la crisis actual,  mordaz y clarividente. Les gustará.
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miércoles, 2 de enero de 2013

PEDRO LUIS LADRÓN DE GUEVARA, "LA CAMPANA RASGADA"

SOBRE EL INFINITO Y LA NADA
                                                 
                                        Esta reseña ha sido publicada en la revista cultural TURIA 104


            El escritor ciezano, poeta, traductor, profesor de Filología Italiana en la Universidad de Murcia y colaborador de la revista Turia, Pedro Luis Ladrón de Guevara, ha publicado su primera novela, La campana rasgada, editada por Huerga y Fierro. Se trata de una particular reflexión “metaliteraria” que comienza significativamente con una presentación que enmarca temporal y espacialmente la narración en el Madrid del año 2034. El narrador contempla la ciudad desde una elevada terraza  y desde la atalaya de su edad provecta; otea la fisicidad del horizonte geográfico, real e inmediato, para trascenderlo en el sentido leopardiano de su poema “Infinito”, mediante la capacidad imaginativa del hombre de alcanzar lo metafísico a través de lo físico, de prolongar voluntariamente, a través del límite óptico, la visión imaginaria, con la finalidad de vivir su vida y la de otros como si fueran una misma; es decir, de ver más allá de lo presente retrotrayendo su mirada interior hacia el pasado o proyectándola hacia el futuro, para alcanzar de esta forma la esencia misma de la escritura,  quizá del arte mismo, ese, en palabras del autor, “amante exigente”, caprichoso, voluble y, en general, para la inmensa mayoría de los mortales, “poco generoso”.
            La novela está escrita en dos voces: una poética y otra narrativa. Así, en el primer capítulo, el ¿autor?, con una prosa poética –o mediante un poema en prosa, tanto monta- se entrega al acto creativo y se sumerge en sus aguas, en su líquido amniótico, para renacer convertido en el narrador de la novela, Pablo, un joven abogado asentado en su vida rutinaria de trabajo y ocio reglado -lecturas, viajes, cine, familia, amistades, esporádicos flirteos amorosos, etc.-,  feliz pues en su aurea mediocritas, con un sentido slow de la existencia , que le lleva a disfrutar de la vida en todo momento como si fuera el último. Altamente definitorio de su carácter -contemplativo, metódico, reflexivo y solidario- es su gusto por el trabajo bien hecho (prepara sus informes administrativos con un lenguaje depurado, como si fueran textos literarios), por el té como ceremonia, disfrutado sin prisas, en amena conversación o reconcentrado en personales pensamientos, y su compromiso social que le lleva a conocer el nombre de los inmigrantes de su barrio, a interesarse por la vida de los camareros que le atienden o a ayudar a quien lo necesita, como hace con Inma, una muchacha perdida en la noche madrileña tras un desengaño amoroso, a la que ayudará y por la que se sentirá atraído. Ambos son jóvenes, aunque ya próximos al umbral de la madurez, a ese momento donde todo son cambios y un posicionarse en la vida de forma definitiva, donde se atisba ese “infinito” pero, donde también, en ocasiones, puede ocurrir que nos quebremos por dentro, que naufraguemos en el proceloso mar de la existencia.
Inma es el contrapunto de Pablo: él es hedonista y vital; ella pesimista y depresiva; él se complace en lo próximo y lo concreto, ella busca lo lejano e inmaterial,  no encuentra su lugar en el mundo y tampoco quiere ser una marioneta guiada por los demás, no sabe como conducir su rebelión y terminará encerrada en sí misma, en una campana viciada y asfixiante –esa misma “Campana de Cristal” de la escritora Sylvia Plath- en la que siente el vacío de existir, el tedio de vivir, hasta que por fin la campana se “rasga” y se libera de sus miedos y frustraciones. Al final descubrimos que uno y otra son dos caras de una misma moneda; uno puede trasformarse en la otra y viceversa: una por vaciamiento, el otro por plenitud. Los versos de José Hierro, citados por uno de los personajes, son significativos al respecto: “Ahora sé que la nada lo era todo,/ y todo era ceniza de la nada.” “Qué más da que la nada fuera nada/ si más nada será, después de todo,/ después de tanto todo para nada.”
La campana rasgada es una reflexión sobre la vida y la muerte, sobre el infinito y la nada, sobre la alegría y el tedio de vivir. Una novela cargada de citas literarias, de referencias cinematográficas -quizá demasiadas para un panorama literario tan trivial, tan de usar y tirar como el actual-; una novela poética,  un tanto extraña si se quiere, pues tiene mucho de experimento literario, pero al mismo tiempo resulta próxima y cercana; una novela que nos muestra lo fácil que es caer y quebrarse en mil pedazos, pero que también nos descubre la maravilla de la vida, del placer de vivir y disfrutar de las pequeñas cosas cotidianas. Para la persona encerrada en su particular campana, la vida puede estar vacía y el mundo ser una pesadilla, pero también la campana puede ser símbolo de aliento, una vibración que, como decía Hegel, “nos recuerda con su tintineo que la aventura del hombre no es inútil”, que la vida merece la pena ser vivida.