CASABLANCA

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FOTO DE GONZALO MONTÓN MUÑOZ

jueves, 26 de marzo de 2015

BUÑUEL ERÓTICO

Aquí os dejo con nuestro querido Buñuel sorprendido probablemente en un descanso de sus entrenamientos cuando quería ser boxeador y era conocido como "EL LEÓN DE CALANDA" . La foto es de RICARDO DE ORUETA, tutor de nuestro cineasta en la Residencia de Estudiantes, lugar que le dedica a partir de hoy la exposición, impulsada por Acción Cultural Española, En el frente del arte. Ricardo de Orueta (1868-1939). Para más información ver en El País "EL FOTÓGRAFO QUE SALVÓ TESOROS"


martes, 24 de marzo de 2015

RESEÑA DE "DÍAS FELICES EN EL INFIERNO", DE GYÖRGY FALUDY

UNA AVENTURA INTELECTUAL. LA VIDA
Fotó: Urbán Ádám
A la edad de 92 años, en  2002, Faludy contrae matrimonio con la joven poetisa Fanni Kovács, abandonando a Eric Johnson, su compañero desde el año 1966. 


Esta reseña ha sido publicada en la REVISTA CULTURAL TURIA

         A la pregunta de “¿quién  es el húngaro más conocido en España?, la respuesta sería sin duda “Kubala”. Tal vez: “Puskás”. ¿Conoce alguien algún escritor húngaro? Con suerte, los más aventajados darían el nombre del Nobel de 2002, Imre Kertész, pero ¿quién conoce a György Faludy? Pocos: los especialistas y, quizá, una minoría de privilegiados lectores que por alguna razón especial han tenido la suerte de entrar en contacto con su fantástica experiencia vital y su no menos alucinante obra.
         Joseph George Leimdörfer (1910-2006) -György Faludy-, poeta, periodista, traductor (en ocasiones apócrifo, pues en sus Villon Balladái se esconde un falso Villon: él mismo), viajero impenitente, candidato al Nobel fue, sobre todo, un escritor controvertido y poco convencional; vamos, lo que se  dice inclasificable, un verdadero grano en el culo para los estudiosos de la literatura húngara.
         Perseguido tanto por la Alemania nazi como después por el régimen prosoviético, se exilió en 1938 a Francia, Marruecos y Estados Unidos. En 1945 regresó a Hungría y acusado de espionaje fue encarcelado en el campo de trabajo de Recsk hasta 1953, donde sin tinta ni papel para continuar con su obra poética, ideó un personal sistema nemotécnico para preservar del olvido los poemas que mentalmente escribía y así poder publicarlos algún día, tarea en la que también fue ayudado por otros prisioneros, quienes ya en libertad, años más tarde, se los remitieron desde todas partes del mundo, evidentemente tamizados por su experiencia personal, propiciando de esta manera una tan curiosa como irrepetible forma de creación poética individual y colectiva.
         Hasta aquí la peripecia vital de Faludy que le sirve para escribir lo que  podríamos considerar la autobiografía de la primera mitad de su vida titulada Días felices en el infierno. La segunda mitad la recogió en Después de mis días felices en el infierno y en A Pokol tornácán.
         Días felices en el infierno es un libro, pero no solo un libro; son unas memorias, pero no solo unas memorias. Es más bien un libro de libros, un caudal de relatos, un compendio de historia, filosofía y literatura, en el que se mezclan los géneros –poesía, crónica documental, novela de viajes y aventuras, erótica, de espionaje, de campos de concentración, de terror, etc.- y los estilos con la habilidad de un verdadero maestro de la palabra y del arte de vivir.
         En la narración de su experiencia vital, Faludy recupera la vieja tradición oral del relato itinerante -a la vez la del Quijote y la de Las mil y una noches- y asistimos a una implacable revisión crítica de la situación política y social del mundo de la primera mitad del siglo XX, al tiempo que a la historia de la búsqueda del escritor de su propia y genuina libertad, sustentada en esencia en al amor a la vida por el mero hecho de estar vivo. Un escritor de hoy no es un narrador de historias en el zoco, pero, como ellos, puede recobrar su misma cadencia narrativa para decirnos dónde puede hallarse –para el hombre y para la escritura- el espacio de la verdadera libertad.
         Su escritura es flexible y plástica, novelesca y expresiva, lírica por momentos –son hermosísimas las descripciones de paisajes y gentes-, concebida con plena libertad creativa, poblada por personajes fascinantes y extraordinarios que protagonizan o cuentan episodios insólitos e inolvidables. Es fácil detectar homenajes (implícitos y explícitos a la literatura francesa, española e inglesa en general y a la húngara en particular), esa misma pulsión por contar tan de los libros de libros, donde los personajes se reúnen y cuentan las historias de sus vidas o episodios laterales con un estilo eficaz, de brochazo rápido, impresionista si se quiere, pero preciso, con una retórica justa y amena, con un fino sentido del humor, irónico y sutil, fruto de una visión amable de la vida, llegando en algunas ocasiones al absurdo, que puede hacer pensar al lector que se encuentra ante la jocosa mistificación de unas memorias. De esta forma, lo trágico y el horror de las experiencias vividas por Faludy (baste con recordar que un largo capítulo es el dedicado a su estancia en el campo de trabajo, claro precedente de la “literatura de Gulag” que popularizará una década más tarde Alexandre Soljenitsyne) se presentan al lector envueltas en una sonrisa socarrona, burlona, a veces incluso cínica, pero ojo, bajo esta capa de aparente frivolidad se esconde siempre un sentimiento de responsabilidad ontológica, de compromiso con su tiempo y con el hombre, una denuncia continua del nazismo, del comunismo y de todos los tipos de fascismos, una alabanza incontenible de la libertad. Faludy lo tuvo siempre muy claro: “…la lengua húngara era el único sitio del que jamás podrían echarme.” Y cierto que lo consiguió; en ella se quedó para siempre impreso con letras mayúsculas.
         En días felices en el infierno, Faludy da una visión inesperada, diferente, absolutamente vitalista de los momentos más oscuros de la historia mundial de la primera mitad del siglo XX -de ahí el oxímoron del título-, narra su experiencia vital, sí, pero sublimada por la magia de las palabras, transformada por su alegría de vivir, que contagia al lector hasta el punto de hacerle comprender que incluso en el “infierno” se puede ser feliz. Su escritura está llena de intuiciones y de sabias reflexiones, de tensión, de deslumbramiento estilístico, de humanismo y modernidad narrativa, de ganas de vivir (“Pero si yo era feliz, lo era por el solo hecho de estar vivo. Cuanto mayor era el miedo a la muerte que sentía por la noche, mayor felicidad me parecía sentir al otro día”).
         La editorial Pepitas de calabaza -¡qué nombre tan bonito para una editorial- y Fulgencio Pimentel aciertan plenamente con esta traducción al español -magnífico el trabajo de Alfonso Martínez Galilea- de esta joya de la literatura del siglo XX, un libro de amor a la vida, de crítica del mundo y de reinvención del género autobiográfico. Un auténtico regalo.

György Faludy, Días felices en el infierno, Logroño, Pepitas de calabaza y Fulgencio Pimentel, 2014.



         

domingo, 1 de marzo de 2015

BUÑUEL EN ANÉCDOTAS (y XV): DE RELOJES Y CABREOS


"Buñuel tenía la costumbre de andar siempre comprando relojes de bolsillo por diferentes tiendas de las más baratas. Nunca compraba relojes caros, siempre eran relojes de estas características y siempre muy baratos, le daba igual, aunque estuvieran estropeados. En realidad todo era una de sus teorías psicológicas. Se presentaba siempre a trabajar con un reloj de este tipo encima y mientras todo iba bien el reloj no lo sacaba. Pero cuando de vez en cuando se llegaba a una situación de roce entre él y los actores o los técnicos de la película de esas que son muy difíciles de solucionar, Buñuel, hacía como que estaba muy enfadado y cogía el reloj y lo tiraba contra una pared o contra el suelo, por lo que el reloj se rompía."

Buena táctica. Aquí os dejo un cuentecillo del calandino sobre relojes que, como podréis comprobar, está lleno de guiños divertidos a la teoría de la relatividad. 
Dalí, más tardíamente, homenajearía también esta teoría con sus celebrados “relojes blandos”, aparecidos en 1930. Que lo disfrutéis:


POR QUÉ NO USO RELOJ (CUENTO)

Estaba escribiendo una carta sin importancia, por lo tanto lo que voy a narrar no fue sugestión producida por un especial estado de conciencia, ni debió ser un sueño, ya que momentos antes estuve dando caza a una impertinente mosca que me molestaba de continuo hablándome al oído –como esos viejos sordos, que cuchichean bajito y pesadamente cosas insoportables- y al día siguiente de mi aventura encontré su cadáver en el ataúd que le formó la tapa del tintero.
Me hallaba, pues, escribiendo. De pronto oí cerca de mí un tictac más fuerte que los demás y como pronunciando con el solo objeto de llamar la atención; pero cuál no sería mi estupefacción al encontrarme frente a frente con el ser más extraño que pudo crear la imaginación.
   Tenía dos pies, uno de plomo y el otro de pluma; el cuerpo lo formaba una varilla de acero mohoso, y la cabeza no era otra cosa que un disco de latón dorado con un desigual bigote en forma de saetas y dos minúsculos ojillos, como esos que tienen los relojes para darles cuerda. Todo él demostraba un empaque y una jactancia verdaderamente insoportable.
   Admirado, aun cuando ofendido le interrogué:
- Dígame usted, ¿por qué se ha introducido en mi cuarto sin haber tenido la discreción de llamar a la puerta?
  El extravagante hombrecillo no se inmutó por mi desabrimiento y replicó con mucho desenfado:
 - Caballerete, desde que usted ha nacido anda conmigo y no se ha dignado, hasta ahora, de hacerme tales preguntas.
 Amoscado por este tono despectivo dije yo:
- Contenga usted la lengua y no me aplique el título de Caballerete, pues tengo otros más honoríficos-, y para probarlo iba a sacar de mi pupitre documentos que lo acreditasen.
- Calma, joven- me respondió-. Yo soy tan viejo como usted no puede ni soñar y mi edad me permite hablarle en este tono autoritario.
- Entonces, ¿quién es usted?
-Soy el Tiempo.
  Un ¡oh! De estupor, perfectamente circular, se dibujó en mi boca. Pero él se apresuró a continuar:
- No se asombre, porque el materializarme en esta forma no fue más que por pura simpatía hacia usted. Por otra parte quiero hacerle revelaciones que acaso le interesen.
 Al decir esto se arrellanó cómodamente en un cojín. Con el asombro consiguiente vi que el reloj de la pared y el despertador se desplazaban de su sitio y, moviendo la cola, iban a lamerle los pies. Entonces no me cupo ya la menor duda de que era con el propio Tiempo con quien hablaba. Ahora voy a transcribir íntegramente su relato.
   He aquí lo que dijo:
   -Amigo mío, esta noche he tenido un gesto audaz. Me he anulado yo mismo unas horas en la Eternidad.
   »Nadie se habrá enterado más que usted de que mientras permanezca aquí, nada envejecerá y todo lo existente habrá desaparecido. Pero voy a hablarle a usted de mi vida. Toda mi historia puede dividirse en dos periodos: antes de la invención de los relojes y desde entonces acá. Mi primera época se deslizaba en alegres jugueteos, con mi hermano el Espacio, por todos los lugares que poseemos en el Universo. Lo pasábamos bien ¡voto a tal! Y sólo una nubecilla enturbiaba nuestra existencia. Era ésta de carácter gastronómico. Crea usted que no había ni una cocina, ni un restaurante, ni siquiera un prado. La carencia total de alimento fue lo que me impulsó a comerme a mis hijos apenas nacían. Luego he visto que se me ha retratado como un viejo monstruoso y feroz, teófago por egoísmo y malos instintos.
Mas, juro solemnemente –y al decir esto el péndulo osciló graciosamente hacia el estómago- que tales supuestos crímenes eran tan sólo para satisfacer mi apetito. Por otra parte, el no comerse a los hijos pertenece a una moral muy en moda hará unos cuatro o cinco mil años.
   Dijo esto de los cinco o seis mil años, como quien dice tres o cuatro días.
  -Pero amigo mío, desde que el primer reloj hizo su aparición – y sus bigotes antes erguidos y marciales marcaron ahora las 7 y 25- no ha habido un momento de reposo para mí. Necesito multiplicarme, elevarme a una enésima potencia para poder funcionar todos los relojes existentes.
  Habrá usted observado que a veces no puedo con tanto trabajo y cuando eso acaece suelen enmudecer mis enemigos. La agitación es excesiva de unos siglos a esta parte, a pesar de lo cual oirá y aun leerá usted alguna vez «Discurría tranquilamente el tiempo…», «El tiempo tranquilo prometía…», pero, créame, eso no son más que infundios y necedades, a las cuales no debe usted hacer caso.
   Al llegar aquí, una tosecilla molesta le asaltó y tosió las 8.
   Veo que tiene usted ahí el retrato de ese majadero de Einstein. Mi experiencia me acoraza contra los insultos, pero el de relativo es el que más me ha dolido. Resulta que no bastan las falsedades que se me han levantado, sino que ahora soy la comidilla de las gentes por culpa de esa mala persona.
   De pronto su cuerpo comenzó a estirarse desmesuradamente. Yo me revolvía inquieto en la silla al ver un nuevo prodigio en aquella noche fantasmagórica. El Tiempo se alargaba demasiado.
-No se intranquilice usted- me dijo ya del todo calmado- que enseguida termino y me voy. Pero no lo haré sin antes favorecerle en todo lo posible. Desde luego, cuando la vejez vaya a atraparte con sus garras trémulas yo seré quien la detenga y quedará eternamente joven.
 -No, muchas gracias- respondí vivamente-, quiero que mi hora me llegue como a todos.
 - Es usted un hombre sensato- me respondió-. Si rehúsa esto, entonces le contaré entre mis hijos dilectos y como a ellos le favoreceré.  
 - Pero, ¿desearía saber quiénes van a ser mis hermanos?
 -¡Hombre, por Dios! Pues sus hermanos serán los timadores y ladrones de relojes, porque ellos me alivian mucho en mi faena haciendo desaparecer de los bolsillos esos pequeños instrumentos que para mí son lo más enojosos, porque existen en mayor cantidad. Mis hijos son también los perezosos, porque usan de mí con moderación. Mis hijos son…
 -No siga- dije precipitadamente-. ¿Quiere usted hermanarme con timadores, con perezosos? De ningún modo acepto sus favores.
 -Es usted un joven sin experiencia, demasiado ingenuo. Desengáñese que los que mejor han vivido son ésos y los muchos que aún iba a citar. Si usted fuera artista amaría, por ejemplo, unas horas de tedio, mi hijo predilecto.
 -Estoy viendo que sus más amados hijos son las cualidades más desacreditadas entre los hombres. Me está usted resultando un ser vago, desaprensivo, egoísta.
  El tiempo amenazaba borrasca. Sus saetas se encolerizaban. Dio las ocho y media de una manera tan amenazadora, que yo llegué a sentir verdadero temor.
 -Basta, joven, puesto que desdeña mis favores, sufrirá mis disfavores. Por lo pronto, antes de dos días se quedará usted sin relojes. Dicho esto, desapareció bruscamente.
  Y su maldición se cumplió, pues no habían transcurrido ni dos días de mi aventura, cuando me vi sin una peseta y tuve que empeñar mis dos amados relojes.
  Además sufría una obsesión constante. Todos los relojes con que me topaba me miraban amenazadoramente y sus saetas se erizaban con ira.
 Otros, cuando quería enterarme de la hora, giraban burlonamente desconcertantes.
  Por eso me compré un reloj de arena y lo puse sobre la mesa. Pero después de todo no tenía la culpa de su deshonra y un día lo eché por la ventana, como esos amos intolerantes arrojan de su casa a la criada que tuvo un desliz.
  Desde entonces estoy resignado a pasar sin reloj y esto me ha hecho perder muy buenos amigos por faltar a sus citas.