CASABLANCA

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FOTO DE GONZALO MONTÓN MUÑOZ

martes, 25 de junio de 2024

 

EL ÁNGEL COJUELO O LA 13 RUE DEL PERCEBE



         Si en El diablo cojuelo de Vélez de Guevara encontramos a un espíritu burlón y travieso que levanta los tejados de las casas para, agradecido, mostrar a su libertador el interior y así contemplar a sus habitantes en la intimidad, tal como son, con sus vicios y cualidades, en Pensión de animales, la última novela del uruguayo Pablo Silva Olazábal, es un ángel de la guarda un tanto borracho quien nos muestra una particular comunidad de vecinos, una pensión cuya custodia tiene encomendada, una suerte de “13 rue del Percebe”, en la que nadie parece acatar las normas, en especial la que se destaca en el cartel que abre la narración: “En este edificio está prohibida la tenencia de niños y animales”, si bien todos conviven en sus hogares con mascotas o, en su defecto, extraños bichos; sin embargo, a decir verdad, al concluir la novela, el lector no sabrá en ningún caso resolver la ambigüedad del título y determinar quiénes son en verdad esos “animales”.

         La historia es tan extraña como sus mismos personajes, en poco más de cien páginas transcurren, según se nos dice, diez minutos y toda la novela. Apela a lo irracional y a lo absurdo y debemos entenderla como un ejercicio de experimentación formal, como búsqueda de nuevos caminos literarios en la frontera de lo real. Como hiciera Buñuel al comienzo de Un perro andaluz cortando con una navaja el ojo de la mujer que mira la luna, que a su vez es cortada por la nube al pasar, aquí, en la habitación 323 A, nos encontramos con un innominado sujeto obsesionado por sajar un asqueroso grano ocular a una no menos asquerosa cacatúa que ha sembrado de deposiciones todo el habitáculo. De aquí saldrá, convertida en una verdadera furia su compañera, una tal Laura, de cuya mano, o debería decir bolso con el que golpea todas las puertas que encuentra a su paso, recorreremos el resto del edificio. Con su loca carrera hacia la portería —dantesco descenso a los infiernos— como hilo conductor desbocado, iremos conociendo al vecindario mediante monólogos interiores del propio ángel, pues ese es su trabajo, monitorizar los pensamientos de sus tutelados sin descanso, un rumiar polifónico constante de las mentes bajo su guarda, tarea agotadora que convierte su celeste altillo en un verdadero infierno que solo encuentra cierta anestesia en el alcohol.

         En cada espacio hay siempre dos animales en conflicto, un humano y un bicho, como en la 313 B, donde aquel intenta envenenar a una kafkiana alimaña de pico de pato y forma indefinida que se le ha colado dentro o el de la 236 que papa moscas con las moscas del cuarto mientras es reprendido por una tal Ximena  —la hermana de Laura—, que quiere saber en qué piensa. Sin duda es el más teórico de la novela, el más reflexivo en sus contestaciones y el que nos da algunas ¿claves? para entenderla o para aproximarnos a uno de sus temas principales, la incomunicación: “Estaba pensando en aquel místico sueco, Swedenborg […] Pensaba en su teoría de cómo se comunican los ángeles con los humanos […] Y después de pensar eso salté a lo otro, que es imposible que haya comunicación entre la gente”

         Ese cortar el ojo implica romper con la mirada tradicional de la realidad y nos introduce en un sueño, en un mundo caóticamente delirante “Swedenborgiano” –sí, de Swedenborg más Borges-, donde lo auténticamente onírico se confunde con la realidad.   El lector/voyeur de esta particular “13 rue del Percebe” se da cuenta entonces de que ocupa una posición muy peculiar. Percibe conversaciones y situaciones simultáneas, como el ángel del altillo, quien, como en la película Los ángeles del Cielo sobre Berlín, puede ver con una visión sinóptica reservada para la divinidad, capaz sólo ella de suspender el tiempo. Eso es ver al modo de los ángeles nos dirá el papa moscas: “Viste que los ángeles tienen visión simultánea, ¿no? Ven como en un mosaico todas las cosas juntas. Todo al mismo tiempo. Sin embargo Swedenborg dice que pueden comunicarse con un humano de una forma muy especial […] Un ángel nos vería a todos al mismo tiempo, todas las piezas, y entendería perfectamente lo que se dice en cada una de ellas sin perder su visión, nunca, ni por un instante”. Ya de por sí, ¿no es esto una curiosa ebriedad? ¿Alguien que detuviera el tiempo no experimentaría una “misteriosa embriaguez”? ¿No estaría próximo a la locura aquel que percibiera lo lineal y sucesivo, por ejemplo el lenguaje, como simultáneo?

         En la 222 conocemos a un tipo obsesionado con adquirir un azucarero que venden en una tienda próxima, mientras que en la 103 escuchamos el pensamiento de un señor que da de comer lentejas a su gata. Y, por fin, llegamos a la portería, en la que vive doña Reina, la propietaria de la pensión, “una bruja de mierda” para sus inquilinos y el objetivo final de la airada Laura, una bruja real que maltrata a su cervantino perro, una suerte de Cipión o Berganza, habitado por una voz que monologa, o más bien filosofa, sobre el ser y la posibilidad de recuperar su verdadero cuerpo.

         Dejando a un lado la trama argumental, lo verdaderamente destacable de Pensión de animales es la prosa precisa y minuciosa, por momentos un tanto barroca, su humor surrealista, su riqueza simbólica, su delirio narrativo expuesto con un ritmo vibrante e imágenes impactantes, en su mayoría cargadas de violenta ebriedad alucinatoria y un gusto morboso por lo monstruoso y lo desagradable, hay algo de credo del teatro de la crueldad, de rascar bajo la máscara humana para encontrar su verdadera locura interior. A veces, no queriendo decir nada se dicen muchas cosas.

Pablo Silva Olazábal, Pensión de animales, Valencia, Contrabando, 2023.

 

 

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