CASABLANCA

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FOTO DE GONZALO MONTÓN MUÑOZ

domingo, 1 de diciembre de 2019

RESEÑA DE "EL ÚLTIMO BARCO", DE DOMINGO VILLAR




LA NIEBLA DEL ALMA 



La siguiente reseña se publicó en el núm. 132 de TURIA



Morriña: Tristeza o melancolía, especialmente la nostalgia de la tierra natal. 

Todos los capítulos de El último barco, la esperada novela de Domingo Villar, comienzan con la definición de una palabra del diccionario. El lector deberá estar atento para descubrir su presencia en el mismo y elegir la acepción que se ajusta al contexto. Se trata de un ejercicio de memoria y atención, que pone a prueba su capacidad de concentración y lo prepara para acompañar al inspector Leo Caldas en su nueva investigación: descubrir dónde está y qué ha sido de Mónica Andrade, la hija de un afamado cirujano, que ha desaparecido abandonando sin mediar aviso obligaciones profesionales y familiares. 

Como Rebeca, la protagonista en ausencia de la homónima película de Hitchcock, la personalidad de Mónica va cobrando forma mediante los testimonios de las personas que la han conocido, juntando lo que dicen sobre ella sus compañeros de trabajo, amigos y vecinos, su sombra se va haciendo corpórea, al tiempo que afloran con su búsqueda determinadas situaciones sociales de dolor y soledad ocultas bajo la alfombra de la aparente normalidad de la rutina diaria. 

Leo Caldas, el taciturno, compasivo, trabajador y concienzudo inspector gallego, es el “ojo crítico” a través del cual el autor nos muestra una mirada un tanto desencantada de la realidad. Su contrapunto es su ayudante aragonés -no es baladí que la mujer de Domingo Villar sea turolense-, el policía zaragozano Rafael Estévez, bruto, noble, fuerte, un “cacho pan”, incapaz de entender los meandros mentales de su jefe. 

Con ellos toda una galería de secundarios: Andrés el Vaporoso, Walter Cope, Miguel Vázquez, Ramón Casal, Rosalía Cruz, Elvira Otero, Vasconcelos, etc. Si bien algunos, por lo que representan o por su marginalidad, son de verdadero lujo y cobran una mayor dimensión por lo que conllevan de denuncia social, caso de Napoleón, otrora profesor de latín y en la actualidad culto mendigo al sufrir en sus propias carnes los “tres golpes” de la vida, o Camilo Cruz, un joven con problemas de comunicación y el don de una memoria fotográfica acompañada por una mano prodigiosa para el dibujo que, como suele ocurrir en estos casos, sufre las humillaciones con las que se castiga al diferente. En el lado contrario, Lorenzo Losada, ambicioso locutor de radio, representante de esa prensa sensacionalista que antepone las cuotas de audiencia al rigor informativo, o Víctor Andrade, el autoritario cirujano de éxito, hijo de una acaudalada familia, defensor del orden y de sus privilegios, que no duda en utilizar sus influencias para avanzar en la búsqueda de su hija. 

El diálogo es el gran conductor de la narración y el vehículo para dibujar la psicología de los personajes. Son ágiles –importan tanto las palabras como los silencios-, de ritmo cinematográfico, y tan justos, tan reales, tan fieles a su personalidad, que se diría que están junto al lector, en el mismo lugar, rodeándolo, convirtiéndolo en un participante más de la trama. 

Como en sus dos novelas anteriores, Ojos de agua y La playa de los ahogados, Domingo Villar elige el género negro para encauzar su particular crónica de la historia reciente de España, en este caso concreto, a partir de una idea muy simple, la desaparición de una mujer, teje una obra de realismo crítico, con fuerte sabor costumbrista, transida de cierta melancolía por ese mundo que desaparece con nuestros padres del trabajo lento y bien hecho, artesanal, que moldea el barro o la madera, cultiva la tierra o pesca en el mar, para extraer de ellos la vida que los habita pagando su precio con paciencia, tiempo y dedicación y obtener así objetos artísticos, instrumentos musicales, vino…con alma. 

Domingo Villar ha trabajado con esta misma filosofía las palabras y el lenguaje durante más de ocho años y su resultado final, El último barco, es una novela océano de largo aliento -más de 700 páginas-, que se hace corta, no solo por lo bien escrita, sino también por su sensibilidad y amor por una tierra y sus gentes. 

La ría de Vigo es el marco donde transcurre la investigación, pero también es un personaje, o varios, las ciudades de Tirán y Vigo, sus puertos, playas, calles, tabernas y espacios arquitectónicos –en especial la Escuela de Artes y Oficios y la casa de Mónica-, pero, sobre todo, el mar, cobran su protagonismo a través de un doble procedimiento de acción y reflexión: por un lado, se recorren físicamente; por otro, se observan y se piensan. Domingo Villar se convierte de esta manera en un poeta del paisaje gallego que escribe alta literatura llevado de la morriña del ausente o, como diría Cunqueiro, de la “niebla del alma”. Es, sin duda, el Vázquez Montalbán, el Juan Madrid o el Lee Burke de Galicia. 

Domingo Villar, El último barco, Madrid, Siruela, 2019. 



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