CASABLANCA

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FOTO DE GONZALO MONTÓN MUÑOZ

jueves, 4 de julio de 2024

PRESENTACIÓN Y RESEÑA DEL LIBRO DE VÍCTOR SANZ: "ABUELOS, CONTADNOS COSAS"

 

CONTAR, CANTAR Y JUGAR.


 Antes que surgiera la escritura, la humanidad contaba historias. Narraban aventuras de caza, pesca, recolección, observaban las estrellas, el sol, la luna, la lluvia… e inventaban relatos y canciones que contaban y cantaban alrededor del fuego antes de dormir, los niños, cautivados por la voz de los ancianos, escuchaban sin pestañear, deseando que las sesiones no finalizaran. Mi generación quizá sea la última que pueda recordar con nostalgia y coherencia este paradigma cultural: el de la literatura oral; el de escuchar y disfrutar con los que escucharon antes que nosotros a sus padres y abuelos, a los que han vivido y saben por experiencia más que nosotros.

            La tradición oral es la forma de transmitir de generación en generación, de abuelos y padres a hijos, la cultura de una comunidad a través de cuentos, romances, leyendas, canciones, adivinanzas, refranes, etc. Y en la transmisión oral se conservan conocimientos, creencias y experiencias valiosas para la sociedad, pero también se transmiten sentimientos, preocupaciones, afectos, acciones, actitudes y aptitudes… A menudo se piensa que solo en las culturas ágrafas la oralidad es importante, sin tener en cuenta que también en las sociedades letradas contemporáneas sigue siendo un método de comunicación vivo, de aprendizaje no formal, necesario para el desarrollo personal y social con el que se trabaja la atención, la memoria, la imitación, la expresión corporal, la comunicación, la capacidad rítmica y musical, la socialización, el conocimiento… y lo que es más importante, todo eso se consigue de manera ágil y divertida, jugando.

            El mundo, Europa, España, Aragón, Teruel, nuestros pueblos llegan con considerable retraso, en muchos casos sin haber acometido en su momento la reestructuración del imaginario colectivo, sin haber trasladado su patrimonio oral –simbólico  en su mayor parte- a los formatos que le habrían asegurado su perdurabilidad futura, no me refiero solo al académico ni intelectual, sino también a la cultura de masas, en especial al régimen digital predominante en la actualidad.

            Decir en estos momentos que una persona está cultivada es integrarla en la “cultura”, que significa “cultivo”, vocablo, como tantos otros, proveniente del mundo agrícola del que todos, hasta la fecha, de una u otra manera, procedemos. El lenguaje se enriquece gracias a que incorpora historias en general comprimidas que constituyen un humus fertilizador compuesto por las experiencias de nuestros antepasados, que en muchas ocasiones se concentran en cuentos, juegos, cantos, tradiciones… Por eso necesitamos las historias, para enriquecer nuestra percepción de la realidad, para huir de la presión mediática, para seguir siendo parte de una cadena que está a punto de romperse con los que nos precedieron y nos convertirá en otra cosa,  en seres deshumanizados, carentes de pasado y con incierto futuro, pues para llegar a ser, hay que saber de dónde vienes.

            Víctor Sanz se niega a ese cambio de consecuencias insospechadas, considera necesario recordar, desandar el camino y cuando se aproxima a la última curva del suyo, repasa la historia vivida con la satisfacción de haber llegado hasta ahí a pesar de las dificultades y trampas de la vida, y con la generosidad del abuelo satisfecho de haber cumplido con la perpetuación de la especie, ofrecer a sus nietos una obra miscelánea en la que reivindica el arte de contar, cantar y jugar, de recordar, hablar y decir, de manera que se remonta hasta su niñez para recopilar hechos, vivencias, casi 150 juegos infantiles y juveniles ya en su mayoría olvidados (“las cuatro esquinas”, “las tabas”, “la calva”, etc.), tradiciones rurales ya casi extintas (el matapuerco; el nacimiento –bautizo-, bodas y muerte en la propia casa, etc.), oficios perdidos (lecheras, albarderos, esquiladores, herreros, etc.), fiestas tradicionales (patronales, Santa Cruz, Jueves Lardero, etc.), trabajos desaparecidos (siembra, siega, trilla…), los motes, lugares especiales de  socialización en el mundo rural (el cementerio, el río, el barranco, los molinos y el batán…), más de 50 canciones populares y, además, como colofón, incorpora 14 entrevistas y semblanzas de personas ya fallecidas, varias con más de cien años, algunas de ellas nacidas incluso a finales del siglo XIX, en las que rememoran su experiencia vital, testimonios de incuestionable valor cuyo recuerdo perpetúa y nos lega para salvar su memoria, que es también la nuestra.

            Muchos de los huesos de los frutos se usaron para jugar y si nos paramos a pensar caeremos en la cuenta de que en su interior se encierran los recuerdos de días pasados plenos de placeres simples, rudos y perdidos, me atrevería a decir que casi para siempre, como las tardes de trilla en la era y de jugar en el pajar, cuando al atardecer, rubios del polvo picante del trigo o la cebada acudíamos a aliviar la picazón para bañarnos en cueros vivos en las balsas del pueblo o en las aguas del río… Son recuerdos, sabores, olores, una calle, una ventana, una canción, un juego… son la magdalena de Proust, recuerdos personales de situaciones individuales que en muchas ocasiones, como las mismas canciones o los juegos, son comunes a muchas infancias.

            Como dijo Pío Baroja, “estas canciones antiguas, aunque sean malas, para los viejos son muy sugestivas y evocadoras, porque recuerdan, como ninguna otra cosa, una época.” Así es, las canciones, los juegos, las tradiciones evocan un tiempo, como la moda, pero se conservan, si somos capaces de preservarlas, con más lozanía y vitalidad. Nuestros hijos apenas conocen ya algunas referencias de todo ello, eran canciones y juegos que se aprendían y renovaban en la calle, sin coste alguno, oralmente y con la práctica pero, por desgracia, en una sociedad consumista como la nuestra, nuestros hijos, mejor alimentados, más altos, limpios y con menos tiempo para sus fantasías y juegos ya no lo hacen en la calle, tampoco en casa, viven en el metaverso, en una realidad virtual, ya no luchan a pedradas ni se descalabran en las eras, tampoco practican los viejos juegos sociales, ni cantan las viejas canciones que animaban la vía pública y enfadaban a más de una mujer o un viejo cascarrabias, esperan que se lo den todo hecho unas máquinas idiotizantes que anulan su fantasía y creatividad.

            Víctor se dirige a sus nietos y les regala su testimonio de vida, confiesa que ha vivido y les habla de su infancia, de juegos tradicionales, canciones infantiles, tradiciones, del lenguaje perdido de las campanas, de remedios caseros, de novenas, rogativas y santos, de un mundo rural que se pierde, en definitiva, de sus raíces. Para conocer la melancolía de un pueblo es menester haber sido niño en él, correr y disfrutar por sus calles y de las infinitas posibilidades que ofrece su realidad.

            Este Abuelos, contadnos cosas nos retrotraerá a nuestra infancia: esta o aquella melodía avivará el recuerdo desvanecido de juegos, travesuras infantiles e ingenuas trapacerías de pandilla. No faltará quien recobre el rostro olvidado de amigos, compañeros y maestros, o los detalles del callejero infantil de su pueblo poblado de carros, niños, perros y gatos, de corrales con gallinas, pavos, ovejas, cabras, cerdos, machos y mulas… Para otros será un descubrimiento, porque no es lo mismo leer las letras que solfear melodías o volver a jugar con la memoria. Este libro abre una ventana al mundo real, rural y agrario del que en mayor o menor grado procedemos. Víctor Sanz se niega a darle sepultura y quiere perpetuarlo, como debe ser, en la memoria de sus nietos, por eso comienza su libro visitando con ellos el cementerio donde están enterrados sus antepasados para honrarlos y recordarlos. Ha cumplido. Pasen, lean, canten y jueguen, disfrutarán como niños.


VÍCTOR SANZ, ABUELOS, CONTADNOS COSAS

 

miércoles, 3 de julio de 2024

 

DE SUEÑOS Y PASIONES




         En cierto modo, El aviador, la última  novela de Carlos Fortea, se puede considerar una continuación de su anterior Los jugadores, reseñada también en estas mismas páginas. Aquella situaba a sus personajes en ese enorme tablero de ajedrez del París de 1919, un gran Monopoly donde las potencias mundiales se afanaban por ganar la paz y repartirse el mundo. El tiempo demostró que los acuerdos adoptados en la Conferencia de Paz no supusieron, ni mucho menos, una solución definitiva, la herida abierta en la I Guerra Mundial volvería a sangrar en la II y ahora en el Londres de 1940 asistimos a la dolorosa retirada de las tropas aliadas de Dunkerke y vivimos los primeros bombardeos del territorio británico por parte de la aviación alemana. Podríamos pensar que estamos ante una novela histórica, pero en nota final, el autor afirma expresamente que no lo es. Como él mismo certifica al citar alguna de las fuentes consultadas, la ambientación histórica se ha trabajado con escrupuloso rigor, si bien, y esto lo añadimos nosotros, la documentación no pesa ni densifica la acción, simplemente es un sutil barniz que confiere verdad a la ficción.

         Fortea recupera algunos de los personajes de su obra anterior y en la presente los convierte en republicanos en el exilio: el ferroviario Miguel Polo, el poeta Daniel Zaldívar, la profesora de piano Marina Galván, el agente español encubierto Gabriel Cortázar… Y como en aquella, los personajes de ficción conviven e interactúan con otros reales, es el caso de Churchill, Negrín, Arturo Barea, el general Herrera, el coronel Casado, etc. Estamos también, como en aquella, ante una novela coral, pero en este caso con un protagonista principal destacado ya desde el mismo título, El aviador, el general franquista Gonzalo Rojas, y con él el recuerdo de sus dos grandes pasiones: volar y su gran amor, la periodista Laura Sastre, conocida con el pseudónimo de “Carta Blanca” —¿homenaje a la novela de Lorenzo Silva?—, en Los jugadores una joven corresponsal de guerra enviada especial a París, que intentaba abrirse paso en un mundo profesional difícil y más para una mujer.

         Su memoria se remonta a 1911, cuando comenzó su aprendizaje como piloto de aviones y se “ganó las alas”. A partir de ese momento en la novela la anacronía se impone y la estructura cronológica lineal se ve interrumpida por analepsis constantes, de manera que el presente y el pasado se alternan y se explican mutuamente y lo histórico y social ceden paulatinamente el paso a lo íntimo y personal, para mostrarnos la historia de un hombre, sus sueños, pasiones y decisiones: presenciamos sus arriesgados primeros vuelos y vivimos sus ansias por volar —para hacer realidad este sueño tiene que convertirse en militar sin compartir en absoluto el ardor guerrero de la casta—; ya con el grado de teniente, asistimos al primer encuentro con Laura, convertida en esos momentos en una afamada, temida y agresiva periodista; conocemos la épica aeronáutica de las primeras décadas del siglo XX, la edad de oro para los pioneros de la aviación; experimentamos su primer contacto con la guerra, la de Marruecos, y participamos de sus dudas y problemas como militar; disfrutamos de su paulatino enamoramiento y comprendemos su ruptura por sus divergentes caracteres: ella comprometida con la realidad social; él un soñador “respetuoso con todo lo establecido”, pero que no puede evitar “pensar solo en aviones”; revivimos la terrible Guerra Civil y sus fatales consecuencias de muertes y exilios.

         En el presente, otra mujer entra en su vida, Clara Suances, una exiliada por voluntad propia e involucrada en la defensa de la causa republicana, aun a pesar de su conservadora y adinerada familia, que tratará de sumar al bando aliado al general y, sobre todo, de desvelar el misterio de su persona y el de su adscripción a la sublevación franquista.

         Más que leerse, El aviador se ve en imágenes, en secuencias fílmicas que pasan ante los ojos del lector convertido en espectador de una película con unos diálogos claros, sencillos, sin vanas retóricas, en los que las miradas y los silencios cobran tanta importancia o más que las propias palabras. Estamos ante una novela ambientada en los comienzos de la II Guerra Mundial, pero en su esencia es atemporal, no reflexiona ni profundiza en los problemas de ese periodo histórico, los trata tangencialmente para centrarse de manera fundamental en la doble pasión de un hombre por una mujer y por volar, sus dudas, circunstancias, decisiones y compromiso vital.         En el fondo, Carlos Fortea reflexiona sobre nuestro presente, sobre el enigma que es todo ser humano y nos obliga con delicada sutilidad a pensar en nosotros mismos, como individuos y como sociedad, a bucear en el pasado, ese espejo que debemos mirar de vez en cuando, para explicar nuestro presente, a analizar las causas y consecuencias de nuestras decisiones en nuestra propia vida.

 

Carlos Fortea, El aviador, Madrid, Nocturna Ediciones, 2023.