Elvira de Hidalgo en 1969 |
Tras su retiro definitivo de los escenarios en 1936, Elvira de Hidalgo se dedicó a la enseñanza, primero en Atenas, luego en Ankara, y, más tarde (1959), en Milán, donde el Teatro de la Scala la nombró maestra única de canto en su conservatorio, plaza que estaba vacante desde hacía tiempo por no encontrar a nadie con la categoría suficiente.
En el verano de 1939, María Kalogeropoulos tuvo su primera audición con Elvira. En primera instancia fue su maestra durante cinco años, si bien nunca dejó de instruirla, llegando a darle clases incluso por teléfono. Le enseñó a vestirse, a moverse, a descubrir las partituras y compositores olvidados del bel canto y, lo más importante, a lograr seguridad en sí misma, cuestión esta ciertamente complicada, no sólo por la personalidad de su alumna, sino también por su físico: se trataba de una niña con tendencia a engordar (cuando se conocieron, María media 1 m . 64 cm .y pesaba 82 kg .), tenía el rostro marcado por el acné y una miopía tan profunda que era incapaz de ver la batuta del director, por lo que debía memorizar las partituras. Elvira transformó a aquel patito feo aspirante a cantante de ópera en un hermoso cisne lírico que dominó los escenarios de todo el mundo durante buena parte de la segunda mitad del siglo XX.
La diva griega no fue una anomalía de la naturaleza, sino fruto del trabajo de una maestra que descubrió en ella un tipo vocal extinguido desde hacía décadas: la soprano sfogato; es decir, la soprano ilimitada, aquella que recuperaba la unidad perdida de esta tesitura, adaptando y flexibilizando su emisión a las necesidades propias de cada partitura, capaz de cantar todo tipo de óperas, desde las de coloratura hasta las puramente dramáticas.
Pero Elvira no se limitó únicamente a modelar su voz, también le enseñó la importancia de la puesta en escena, de la interpretación actoral (algunos años más tarde Maria seguiría trabajando esta faceta con el director de cine Luchino Visconti), transmitiéndole la forma de entender la representación operística de su gran amigo Chaliapin, una gran voz y un mejor actor. Su amistad con el divo ruso se mantuvo a lo largo de los años: fue su Rosina favorita (representaron El Barbero en multitud de ocasiones) y ejerció sobre él una poderosa influencia hasta el punto de convencerlo y prepararlo para que en 1927 cantara Marina en el Liceo de Barcelona en perfecto castellano. Hasta la irrupción de Feodor Chaliapin en el mundo de la ópera, los cantantes descuidaban tanto el aspecto dramático de las representaciones que muchos de ellos no pasaban de ser simples bustos cánoros. Él añadió la psicología y el pathos apropiado a cada uno de sus personajes, viviéndolos en escena como reales, haciéndolos evolucionar y crecer ante el espectador como seres de carne y hueso. Su arte fue una auténtica revolución y tan original que hubo que esperar hasta mediados los años cincuenta para encontrar un fenómeno vocal de similares proporciones dramáticas: la alumna de su adorada Elvira, la misma Maria Callas.
Para aproximarnos a la categoría humana de la Hidalgo baste con decir que en la Grecia ocupada por los alemanes, la aragonesa le hizo cantar a la Callas las dos óperas que, tal vez, son las más representativas de la lucha por la libertad y contra la tortura: Tosca, de Puccini, y Fidelio, de Beethoven.
Pero Elvira de Hidalgo fue más que una maestra, fue también amiga y confidente, como se puede apreciar por las confesiones de tipo personal que María siempre tuvo con ella, en especial las relativas a sus turbulentas relaciones amorosas con el magnate griego Onassis. Al morir la diva griega, entre sus recuerdos personales tan sólo se encontró una foto: la de su vieja maestra Elvira de Hidalgo.
Aquellos que estén interesados en profundizar más en el personaje pueden acudir a VOCES TUROLENSES EN LA ÓPERA MUNDIAL
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