CASABLANCA

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FOTO DE GONZALO MONTÓN MUÑOZ

miércoles, 23 de mayo de 2012

ALFONSO ZAPATER. EL ETERNO APRENDIZ (V). POETA.

El torero poeta
Su actividad taurina lo llevó a Madrid, donde hizo el servicio militar como voluntario en el Ministerio del Ejército. Compaginó esta situación con el mundo del toro y con su afición por la escritura, por lo que recibió el apodo del “torero poeta”, pero pronto abandonó sus veleidades toreras (“Yo nunca tuve miedo a los toros. Los toros son lo único noble de la fiesta. Me retiró el ambiente, la trastienda”, dijo al respecto) para dedicarse por completo a escribir.

Su vocación literaria pudo más que la taurina y acabó imponiéndose. En principio continuó escribiendo poemas y en 1954 vio la luz su primer libro, titulado Tristezas (Madrid, Ediciones Ensayos), publicado por Pablo Antonio Panadero en Ediciones Ensayos, editor con el que mantuvo una gran amistad y con el que incluso llegó, según relata en sus Memorias (breves escritos que se publicaban los domingos en el Heraldo, en los que repasaba de manera anárquica, sin demasiado orden, circunstancias de su vida, recuerdos familiares, amigos, anécdotas, etc., siempre acompañados de una foto ilustrativa), a formar una sociedad dedicada a la venta de relojes a plazos. A este primer poemario le siguieron en esa misma editorial, Dulce sueño eterno (1954),  Julio (1954) –dedicado al mes de su nacimiento- y Ramillete (1955). Nunca dejaría ya de escribir poesía, sin duda algo más que una afición juvenil, pues en 1973 conseguiría el accésit de la Flor de Nieve de Oro de la X Fiesta de la Poesía de Huesca y poco después obtendría el premio de sonetos del certamen “Amantes de Teruel”. De igual forma, en 1975 ganaría el Premio San Jorge de Poesía por su obra Hombre de Tierra, publicada al año siguiente por la Institución Fernando el Católico.
Poco después, en 1976, escribiría, en su afán de acercar la poesía al pueblo, Aragón para todos, espectáculo poético escenificado del que se dieron más de doscientas representaciones, y la venta del texto editado superó los 10.000 ejemplares, del que también se grabó al año siguiente un disco (Movieplay) con las canciones.
Su actividad poética perdurará a lo largo del tiempo y podemos afirmar que nunca la abandonó completamente. Así, en 1992 publicará Afirmación del ser (Zaragoza, Institución Fernando el Católico), un poemario influido por el pensamiento de Joaquín Costa, que incide en una de las constantes de la escritura de Alfonso Zapater, su inquietud social, y  en el que desnuda la palabra y los sentimientos.
Volviendo a los años cincuenta, su actividad poética la compaginaba con esporádicas colaboraciones en el diario Pueblo, dirigido por Emilio Romero, y la escritura de reportajes para el semanario Dígame, y con más continuidad con la elaboración de guiones para Radio SEU, luego Radio Juventud, donde llegó a tener un programa semanal, “Palestra universitaria”, en el que contó como colaborador con un jovencísimo Martín Villa, a la sazón estudiante de ingeniería industrial.
Ya en los medios, trabó amistad con grandes periodistas del momento como Tico Medina, Antonio D. Olano, Miguel Ors o su paisana Pilar Narvión. A partir de ese momento, combinará su periodismo de calle, sus entrevistas y reportajes, con la escritura de poesía, teatro y, casi con seguridad, novela. Al mismo tiempo,  vivía su particular bohemia literaria y asistía con frecuencia a las sesiones del Ateneo; a las del domingo por la mañana en el teatro Lara, escenario de “Alforjas de la Poesía”;  a las tertulias del sábado por la tarde en el Café Varela (allí conoció a Cela, quien luego le prologaría varias de sus obras), donde se recitaban poemas por sus propios autores; a las del Café Lisboa; a las de Perico Chicote; a los recitales de las Cuevas del Sésamo, etc.
En todas estas tertulias alternaba el mundo literario con el de la tauromaquia. En una de ellas conoció al escritor Kenneth Graham, natural de Redondo (California), quien le pidió que le prologara su novela, Don Quijote en Yankilandia, una obra muy popular en su momento con grandes dosis de humor en la que su autor resucita a Don Quijote (casualmente coincide su publicación con el comienzo del largo e inconcluso rodaje de la película de Orson Welles sobre la obra cervantina, con la que guarda ciertas similitudes) y lo revive en los Estados Unidos de los años cincuenta, para presentarlo como un viajero sui géneris, que visita asombrado las instituciones americanas –el Congreso, la Casa Blanca, la Universidad e, incluso, los estudios de Hollywood, donde participa en la grabación de una película con Marilyn Monroe-.
En esta época sufrió prisión durante un mes en Carabanchel por injurias al Jefe del Estado. Se ocupó de su defensa el por aquel entonces marido de Lola Gaos, gran amiga suya y actriz que colaboró con él formando parte, como luego veremos, de su compañía “El Corral de la Pacheca”, quien consiguió  sacarlo de la cárcel mediante fianza de 5.000 pesetas. En el juicio correspondiente fue absuelto con todos los pronunciamientos favorables. Parte de su experiencia carcelaria se recoge en la autobiografía novelada a la que ya hemos hecho referencia, Tuerto Catachán, que luego comentaremos con más detenimiento

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