CASABLANCA

CASABLANCA
FOTO DE GONZALO MONTÓN MUÑOZ

miércoles, 6 de marzo de 2013

JAVIER MARTÍN, Morir en agosto, Barcelona, Candaya, 2004.


                        EN LOS LÍMITES DE LA REALIDAD





                Javier Martín nació en 1965 en Andorra (Teruel). Estudió literatura francesa en la Universidad de Barcelona. Es autor de Paraguay no tiene mar (Calambur, 2002), colección de relatos muy bien acogida por la crítica (en una futura entrega la reseñaremos) y del libro de poemas La vuelta al mundo (Veruela de Poesía, 2001). 
            La novela comienza con un Preámbulo en el que el autor, utilizando el recurso cervantino del manuscrito encontrado, se desdobla en The King of Redonda, un monarca escritor-coleccionista de libros de una isla del Caribe, creando de este modo el marco narrativo de la novela, una novela que ya se nos anticipa va a ser una suerte de cajas chinas o de muñecas rusas, donde un narrador nos lleva a otro y en la que constantemente se teoriza sobre el hecho literario, sobre la misma escritura de la novela que estamos leyendo, de manera que este mismo Preámbulo se define como “ese punto en el que el principio y el final se confunden como las aguas de un delta. Una suerte de prólogo-epílogo redactado por el monarca de un lugar perdido en el Caribe, una isla que no todos los mapas señalan ni nombran, un territorio que existe y no existe, como la literatura” o como Teruel.
            En la 1ª parte, titulada Ellos, nos encontramos con toda una serie de personajes que conocieron a Santos Puebla, protagonista y autor apócrifo de la novela, alter ego de Javier Martín, aunque diez años mayor, que se dibuja y se desdibuja en las voces de su hermano, su mujer, su hija, sus amigos, algunos de los cuales son seres reales ficcionalizados como los escritores Enrique Vila-Matas, Leopoldo María Panero o el malogrado narrador chileno Roberto Bolaño, al que se homenajea en toda la novela y cuya sombra,  en especial la de su obra Los detectives salvajes, planea sobre su estructura.
            El tema del saber aparece en numerosas ocasiones vinculado con el afán de descubrir un secreto o de averiguar una verdad. Así, en la Biblia, la expulsión del Paraíso es consecuencia de satisfacer ese deseo de conocimiento, o en la mitología griega, Pandora libera los males por la misma causa. De igual forma, el hermano del protagonista de Morir en agosto, Juan Puebla, al comenzar la novela nos dirá: “Tardamos quince años en volver allí, y cuando lo hicimos, algo nos estalló entre las manos. No lo que había ocurrido, ni su recuerdo, ni siquiera la idea de culpa, que los dos compartíamos en secreto; no, eso lo habíamos superado, lo que no pudimos soportar fue la impotencia de no poder conocer la verdad. Quince años después sabíamos que ya nunca llegaríamos a saber la verdad.” Estamos, pues, ante un modelo narrativo típico: la presencia de un enigma o de una verdad por descubrir, pero, si bien el deseo de conocer, de saber la verdad y de revelarla por medio de la palabra es lo que mueve la narración, la verdad puede manifestarse –de hecho se manifiesta- huidiza o incierta, de manera que el personaje o personajes se ven condenados a la búsqueda de una verdad inaprensible, o como dice Juan Puebla: “…la verdad se escurre como un pez entre las manos, un pez explosivo…”
Todo apunta a que estamos ante una novela de intriga, pero pronto descubrimos que no es así, estamos en una metanovela donde la escritura aparece siempre en primer plano y  se convierte en auténtica protagonista, donde la escritura es el género.
Todos los personajes de esta primera parte parece que hablan sobre Santos Puebla, pero en realidad hablan sobre ellos mismos, sobre su propia existencia o la de Javier Martín, pues al fin y al cabo vienen a ser lo mismo como afirma el propio Santos Puebla: “Los lectores tienden a identificar a los personajes con el autor, y en general no se equivocan, porque sólo es posible escribir sobre lo que uno ha vivido.”
            La 2ª parte, titulada Julián Ríos, me recuerda a la película de Robert Wiene, El gabinete del doctor Caligari, pues a su conclusión no sabemos si quien narra es un psiquiatra o un loco, o un psiquiatra que deviene en loco o un loco que deviene en psiquiatra-escritor, o mejor dicho, como él mismo dice en “cronista, en historiador descreído” que escribe para “comprender algo en algún momento, y también para atraer a los fantasmas”.
            Como se observa, Javier Martín se desenvuelve de modo inteligente en esa variante literaria que es el juego de espejos entre verdad y mixtificación, entre realidad y ficción, entre locura y cordura, entre hechos y conjeturas. Juega a confundirnos, recuperando de esta forma la mejor tradición del Quijote, de Niebla de Unamuno, de los personajes de Pirandello o del Luis Álvarez Petreña de Max Aub.
            En la 3ª parte, es Santos Puebla quien toma la palabra y nos descubre su secreto o la verdad de lo que ocurrió aquella lejana tarde de verano de 1969. En realidad ésta sería la auténtica novela, pero lo cierto es que tan sólo es una excusa que utiliza el autor para reflexionar sobre la literatura, sobre el oficio de escritor, sobre los imprecisos márgenes en los que confluyen la realidad y la ficción, sobre la disolución del sujeto y la imposibilidad de conocer y conocerse por completo, sobre el paso del tiempo y la muerte,  la culpa, la soledad, etc. En suma, sobre la compleja existencia de lo humano,  que en esta parte de la novela se instala en un paisaje concreto, el del Bajo Aragón, de resonancias casi míticas, descrito con el candor de la infancia perdida, pero salpicado con reflexiones que indican la madurez desde la que se narra, el paso del tiempo y las experiencias vividas. Por ello, el personaje de Santos Puebla no tiene la solidez narcisista y marmórea de un “yo”, su ser se configura como una serie de actos de enunciación:  no es el de una sustancia, sino el de ese mismo “estarse diciendo”, intensamente deseante y temporal. 
Santos Puebla cierra la novela con una última vuelta de tuerca y se confiesa autor de toda ella. De esta forma se nos presenta en toda su extensión el tema de las complejas relaciones entre verdad y mentira- locura y cordura en el ámbito de la ficción, así, aunque el tiempo y el espacio se concretan en todo momento tratando de imprimir veracidad a lo narrado, la impresión final es la de vaguedad y falta de certeza.
            La narrativa de Javier Martín no carece de peligros, quizá el mayor sea una cierta artificiosidad debida a un exceso de literatura, pero desde luego, como afirma en la novela, ha depurado su estilo, ahora más eficaz y elegante, fundamentado en una prosa  comedida y transparente, exenta de vanos retoricismos. De esta manera, el lenguaje cobra, por lo mismo, todo el protagonismo que le es propio en el espacio de un texto literario.
            Morir en agosto sitúa a Javier Martín como uno de los pocos narradores del panorama actual dispuesto a jugar hasta el final la baza de la experimentación y el compromiso con la literatura. Merece la pena.

Una buena crítica se puede encontrar en el blog BRÚJULAS Y ESPIRALES

             
           


No hay comentarios:

Publicar un comentario