La soledad de aquel mundo es algo imposible de imaginar, la soledad de los dioses que miran a través del infinito y no hallan a nadie con quien compartir sus pensamientos. (Arthur Clarke)
El llano silencioso, la raya de Aragón, la noche en rededor. Más de dos mil hombres de a pie y doscientos de a caballo. Ellos, ni se sabe: agazapados, escondidos en los montes próximos, esperando sorprendernos.
Luna en cuarto menguante. El calambre del temor se intensifica con la espera y se concentra en los genitales, una inquietud alienta en nuestras nucas y nos pone en guardia. De pronto, la oscuridad se puebla de pequeñas luces, bajan en desorden por la montaña, en manada, espantadas, prendiendo y arrasándolo todo, haciendo la luz a su paso, creciendo hacia nosotros, como un torrente desbordado, como el latir de nuestra sangre, acompañado por un rumor a batán infatigable, como el pánico que nos habita. El ambiente huele a cuerno quemado, brea y miedo. Aparecen larguísimas sombras y con ellas siluetas de noche nos embisten con fuego en sus astas. El terror ciego serpentea, la bárbara mole rompe nuestras filas, hiere y mata sin tiento. Tras ella, los agarenos en tropel, aprovechando la confusión, nos atacan sin piedad al grito de Alá es grande.
Superado el desconcierto inicial, dispersos los toros, nuestras tropas se recomponen, cierran la brecha abierta y repelen con ardor guerrero, guiados por el apóstol Santiago, el cruel ataque infiel. Con el despuntar del alba la victoria es nuestra. En una muela próxima, se recorta en el contraluz del amanecer la magnífica figura de un toro perdido que brama indómito, sobre sus cuernos una resplandeciente luz blanca, como una colosal estrella olvidada por la noche, domina el llano.
Nuestro adalid interpreta los mugidos de la res como una llamada; una señal de los dioses que nos encomienda levantar en ese punto exacto los muros de una futura villa fronteriza. Nos dirigimos a ese lugar y encontramos un monolito en cuya cúspide se yergue un airoso toro de metal, de cuyo interior procede una, en principio, hipnótica vibración rítmica y monocorde: el creciente sonido de un tambor. Las vibraciones son cada vez más fuertes e intensas, pronto son acompañadas por haces de luz que recorren el suelo en oleadas de colores, cada vez más rápidas, acelerándose al ritmo sugestivo, tribal, atávico del tambor. Hipnotizados por completo, sólo podemos contemplar con mirada fija y mandíbulas colgantes aquel magnético despliegue de luminiscencia y sonido, hasta que la intensa luz que corona las astas del toro desaparece en el cielo en dirección al sol y reanudamos la tarea encomendada sin casi recordar y ni mucho menos entender el ritual acaecido.
Tras estudiar sus mentes, observar sus reacciones y valorar sus posibilidades, abandonamos la vertical del monolito y emprendemos de nuevo el viaje infinito. Alrededor de cien mil millones de estrellas giran en la espiral de esta pequeña galaxia y nos esperan. La atmósfera desvirtúa las imágenes de los objetos conforme nos alejamos y su nitidez disminuye con la distancia. Es un planeta azul, hermoso y lleno de vida, pero todavía es pronto para hablar de inteligencia. Atrás dejamos la columna coronada por su ilimitada pila de energía cósmica, con sus dos antenas puntiagudas en su frente; centinela infatigable, uno de los cientos de miles que hemos esparcido por todo el universo, vigilando aquellos lugares en los cuales late el pulso de la vida, faro que, através de todas las edades, esperará paciente el nacimiento de un mundo inteligente para certificarnos su existencia transmitiendo una señal inagotable que marque el camino hacia Nosotros.
CUENTO DE CUARTO MENGUANTE.
CUENTO DE CUARTO MENGUANTE.
No hay comentarios:
Publicar un comentario