Esta novela, publicada por el editor Luis de
Caralt en 1962, remite con claridad meridiana a la obra de Samuel Ros, Los vivos y los muertos, publicada en
Chile en 1944. Miguel Buñuel fue un gran admirador de la obra de este escritor
valenciano, como lo demuestra el hecho de que llegara a adaptar para el cine la
citada novela, aunque, como tantas otras veces, sin llegar a verla
materializada en el celuloide. La ingente labor de adaptación explica, sin
duda, su profundo conocimiento de la particular filosofía de Samuel Ros sobre
los grandes temas del hombre: el amor y la muerte. Llegando a hacerla suya en
esta novela, aunque, eso sí, con el reconocimiento expreso a su maestro:
“[...] Ahora hay que experimentar y experimentar.
Los poetas del amor y de la muerte, por ejemplo, son una gran fuente de
experimentación.
– ¿Los poetas?
– Sí, los poetas, mosén Manuel. Y los místicos,
por supuesto. Un Jacobsen, un Rilke, un
Ros, por citar a tres poetas contemporáneos [...]”
(p. 152).
Los
vivos y los muertos es una novela fantástica, en la que cada
personaje y el escenario entero son puro símbolo. Ambientada en un cementerio
poblado por “enlutados”, casta con orgullo y conciencia de poseer una filosofía
sobre la vida y la muerte claramente diferenciada de los denominados por ellos
hombres de “color”, terminan por convertirlo en su propia casa, en un “lugar
para vivir” a gusto con sus muertos, sin temor de ser objeto de burla por parte
de los “otros”. Buñuel construye sobre esta novela otra más amplia dividida en
tres partes, la primera “Las desgracias”– y la última –“Las gracias”–
son originales, no así la parte central –“Un lugar para vivir”–, la cual, en
esencia, es una reescritura, una adaptación personal de la novela de Samuel
Ros: toma el escenario, los personajes, la estructura18, el
estilo, y, sobre todo, asume el pensamiento de su autor como propio: la
concepción del dolor como una verdad íntima del alma, consustancial a la propia
existencia, una necesidad interior para llegar a la muerte sin temor; el amor
entendido como dulzura y pasión, sublimado y perpetuado por la muerte; temor y
atracción por la muerte, ese misterio insondable, una auténtica obsesión. En Un lugar para vivir, un narrador
omnisciente nos narra la desgraciada vida de mosén Manuel, un Job de nuestro
siglo que vive una continua prueba de dolor “¿cuándo me levantaré? Esperaré la tarde y
seré lleno de dolores hasta las tinieblas”, reza la frase introductoria–.
Mueren sus padres y hermanos en sucesivos y trágicos accidentes21,
pierde un riñón, la mano derecha, casi el oído y la voz; sufre tuberculosis
pulmonar, hernia, etc. La desgracia lo vence lentamente y lo convierte en un
cadáver andante, más próximo a los muertos que a los vivos, por ello se recluye
en un cementerio y ejerce de saltatumbas, bendiciendo a los muertos con su mano
muerta y consolando a los vivos con su presencia e hipersensibilidad, asumiendo
en su maltrecho cuerpo –simbolismo de San Sebastián– todo el dolor ajeno. En el
capítulo final, un tanto psicodélico y surrealista, mosén Manuel, en su lecho
de muerte, debido a los efectos de la mescalina, viaja al limbo, al infierno y
al cielo, donde, por decisión divina y como recompensa a sus enormes
sufrimientos, se sienta junto a Job, San Juan de la Cruz , Dante, Petrarca y don
Quijote.
El tiempo de la novela es lineal, arranca en la
desdichada infancia de Manuel, vivida en un pueblo sin nombre. Continúa con su
ingreso en el seminario y su ordenación como sacerdote, para tras desempeñar su
ministerio en diferentes condiciones –cura rural y obrero–, instalarse en un enorme
cementerio de una gran ciudad, auténtico espacio simbólico en el que se
producen los diferentes encuentros de mosén Manuel con los distintos
personajes, muchos de los cuales son el propio Buñuel: Migueloco, el loco
Tabajaranies enamorado de Nichilolebe, el loco Miguel Ángel, cuya locura es de
naturaleza “muy espiritual y extraña, algo así como la locura de don Quijote”
(p. 172), y que siempre en “todas sus cosas ponía mucho ardor. Cuando algo no
lo conseguía o se cometía una injusticia con él o con su prójimo, se exasperaba”
(p. 173), el mismo mosén Manuel, con esos “ojos enormes y tiernos. Enormes,
porque efectivamente tenía unos ojos grandes. Tiernos, porque los tenía algo
caídos y, por tanto, tristes...” (p. 12). Otros son personas reales, seres
queridos por él, es el caso de M.ª Elvira Lacaci, presente en Edelvirita, esa
niña de “ojos claros, cabellos rubios, tez muy blanca”, que acompaña a su padre
al cementerio y que se manifiesta como consumada poetisa
a sus tiernos siete años, “No es la voz de una
niña, sino pura humana voz” (p. 180), rememorando el título con el que ganara
en 1956 el premio “Adonais” de poesía. El ya mencionado Samuel Ros –Samueloco–.
También incluye personajes de ficción presentes en su novela anterior, caso de Narciso,
protagonista de la novela que lleva su nombre y recordada sucesivamente en
esta:
“¿Ves aquella constelación, junto a Libra, con
dos ojos, una boca y dos orejas? Es la constelación
del Niño. ¿Y a la derecha, dos ojos, dos patas y
un rabo de cuatro estrellas? Es el
Gato. ¿Y a la izquierda, siete estrellas en uve y
un lucerito en medio? Es la
Golondrina. ¡Ah!
El niño, la golondrina y el gato, una historia
demasiado terrible para contártela...” (p. 109).
De igual forma, presenta referencias a otros
cuentos suyos editados con anterioridad, como el publicado en ABC con el título de «La estatua del
jardín», y que aquí resume de la siguiente manera: “– Estaba en un jardín. Una
niña, morena, ojos inmensos, cejas de golondrina, se acercó: ‘Espérame, creceré
y entonces te amaré. Ahora me voy a jugar’. Y quedé allí, clavado en la tierra
del jardín. Me hice muy viejo. Tanto, que me convertí en la estatua del jardín.
Tanto, que hubo otros niños y otras niñas. Entre ellos los niños de la niña
morena, ojos
enormes, cejas de golondrina. ¿Sabes? Sus niños,
más de una vez se hacían pis en mi pedestal. Curioso ¿eh?” (p. 11).
O el titulado, “El pozo”, cuya referencia aparece
en la página 209.
En suma, el mundo real e ideal de Miguel Buñuel
se da cita en esta novela, como en casi todas, el autor vuelve a auto
biografiarse.
Técnicamente la novela es sencilla, cabe
destacar, como siempre en Buñuel, su dominio del diálogo infantil, su afición
por las frases hechas, su tendencia a la greguería, la presencia de ciertos
elementos populares, aunque, por encima de todo, como ya hemos señalado, se
encuentra el pensamiento de Samuel Ros y, cómo no, el del Quijote.
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