PRODUCCIÓN LITERARIA. MIGUEL BUÑUEL NOVELISTA
Miguel Buñuel caracterizado como Fray Gerundio. |
Por su parte, Antonio Iglesias Laguna, en Treinta años de novela española 1938-1968, lo encuadra en la generación del septenio 1923-1930, formada por los siguientes escritores: Ignacio Aldecoa, Armando López Salinas, Carlos María Ydígoras, Jesús Fernández Santos, Ana María Matute, Rafael Azcona, Fernando Guillén Castro, Juan García Hortelano y Rafael Sánchez Ferlosio. Si a los citados escritores unimos los nombres de Juan Goytisolo, Carmen Martín Gaite, Alfonso Grosso y Caballero Bonald, tenemos la nómina completa de la que se dio en llamar generación del 55 o del medio siglo. Con ellos comparte no sólo una fecha de nacimiento próxima, sino todavía algo más importante, pues como señalaba García Viño, conforman la generación de los niños de la guerra, marcados por los estigmas del hambre, el frío y el miedo
de la retaguardia. Buñuel rememora su generación por boca de uno de sus
personajes de la siguiente manera:
“– ¿Cuántos años tienes ahora?
– Treinta y uno. ¿Y usted?
– Treinta y tres.
– Me lo imaginaba, a pesar de esta careta de la
muerte que lleva pegada al rostro, es el
sino de nuestra generación [...].
– La generación de los niños de la guerra, los
que no hicimos la guerra, pero la padecimos.
– Somos los últimos.
– Sí, los últimos.
– Los que hicieron la guerra, multiplicándose de
un modo inaudito, coparon todos los puestos, todos los quehaceres, todos los
huecos. Nosotros éramos los últimos porque éramos
unos niños. Pero crecimos y seguimos siendo los
últimos. Somos ya hombres maduros para la muerte y todavía somos los últimos.
Seremos ya siempre los últimos, porque detrás de nosotros hay otra generación
que aguarda, la generación de los veinte años, los que no pudieron conocer la
guerra, porque aún no habían nacido. Ellos serán los que ocuparán esos puestos,
esos quehaceres, esos huecos que irán dejando los otros; nosotros quedaremos más
atrás aún, seremos aún más últimos” (Un
lugar para vivir, p. 207).
Como se observa, la huella de la guerra está impresa en todos ellos y confiere a sus personalidades cierto carácter, presente en su literatura en forma de rasgos comunes, a saber: la solidaridad con los humildes y los oprimidos, la disconformidad ante la sociedad de su época, el deseo de cambio político, la crítica al mundo que les ha tocado vivir... Todos estos rasgos son propios de la tendencia literaria que metodológicamente se considera predominante en los años cincuenta, nos referimos a la conocida bajo el marbete de realismo crítico, así a partir de 1951 se consolida, junto al ya mencionado realismo crítico de autores como López Pacheco, García Hortelano, López Salinas, Luis y Juan Goytisolo, el neorrealismo de Aldecoa, Dolores Medio, Fernández Santos, Matute, Quiroga, Delibes, Martín Gaite o Tomás Salvador, la novela intelectual o antirrealista de Ferlosio en Alfanhuí, Cunqueiro, Nuñez Alonso, Prieto, Rojas, Bosch o el propio Buñuel.
Frente al realismo de corte tradicional de la
década anterior, más barojiano que galdosiano, surgen, en opinión de M.ª Pilar
Palomo, dos frentes:
“[...] el realismo dialéctico de clara
problemática social, pero sobre unos supuestos de intencionada creatividad
artística, y el de un iniciado realismo mágico y novela intelectual. El primero
seguía apuntando en su transfondo a un aquí y un ahora y el segundo suponía un intento
de evasión de esas coordenadas referenciales, afrontando el problema del hombre
en su acronía o su universalismo [...] Ambas posiciones, realismo dialéctico y
novela simbolista, caminan paralelas por la década de los sesenta, en un
progresivo y común avance hacia formas experimentales, triunfantes a partir de 1970” .
A Buñuel lo encuadra en esta segunda tendencia: “Y
junto a la acronía, la utilización del espacio también con valor simbólico: El
Monte de Piedad, en el Buñuel de Un mundo para todos [...]”. También se puede
hablar de lugar simbólico en Un lugar
para vivir –el cementerio– y en Las
tres de la madrugada –el tren–. Efectivamente, Buñuel reniega del tremendismo en Un lugar para vivir de la siguiente
manera:
“– Fundamos una revista: Lanza en ristre. Su
lema: ‘A la inmensa minoría siempre’. La redacción la teníamos en el sótano del
café solitario. Sólo logramos sacar tres números, pues la revista fue suspendida
por la Liga Suprema
Literaria. Lanza en ristre atacaba la cretinez literaria, el tremendismo
literario, que por aquellos años hacía verdadero furor, y la frivolidad
literaria, que era ya insulto, de los escritores superconsagrados. Pero también
nos preocupábamos de las lacras que pesaban sobre nuestro cine, nuestro teatro
y nuestras artes plásticas” (p. 209).
Tampoco se muestra muy próximo del neorrealismo
de corte objetivista al parodiarlo en Un mundo
para todos:
“– ¡Ah!, es usted escritor. ¿Y qué escribe?
– Objetivismo.
– ¿Y qué es eso?
– Escribir las cosas..., cómo le diría..., tal
como son, sin añadir uno nada de su cosecha.
– La verdad, yo de esas cosas no entiendo...
– Ahora que a mí me gusta la literatura
sentimental. ¿Ha leído usted El pequeño
amante?
– No, no leo esas cosas.
– Pues tiene un premio internacional muy
importante” (pp. 85-86).
Sin embargo, al realizar para la revista Índice
la crítica de la novela de ciencia ficción de claro valor simbólico, La nave, de Tomás Salvador, se deshace
en los siguientes elogios:
“He aquí una obra única en el panorama de nuestra
letras, ya que hasta esta novela de Tomás Salvador nada se había escrito en la
línea fantástico-científica de un Cooper, un Stevenson o un Wells, y,
recientemente, de un Asimov y demás cultivadores de la llamada ‘Science-fiction’.
Tomás Salvador, no solamente ha creado un mundo
fantástico-científico propio –la
idea de su astronave es muy original–, rico en
anécdotas y peripecias perfectamente válidas en sí, sino que, y esto es lo más
importante, ha abarcado a la humanidad entera en su eterno sobrevivir. De ahí
la carga simbólica de los personajes y la importancia de esta nave que lleva
perdida siete siglos en el espacio [...]. En definitiva, La nave es la reducción de los
problemas humanos a un espacio fantástico- científico que nos permite conocer
el valor del bien perdido sin haberlo perdido. Esto en cuanto a la vivencia del
lector con la obra. Porque, objetivamente, la humanidad queda ahí, en su
perpetuo caos, sobreviviendo, a pesar de todo”.
La obra narrativa de Buñuel se construye sobre un
cañamazo simbólico teñido de crítica social, sentimientos cristianos y una
personal filosofía, preocupada por la solidaridad humana y tendente a sublimar
el valor de los sentimientos, en especial el amor, cuya frontera no es otra que
la misma muerte, una muerte deseable, un “lugar en el que se está bien”.
Las novelas de Buñuel son más alegóricas que
simbólicas, y más simbólicas que realistas. Nunca le preocupó seguir las corrientes
dominantes y siempre se mantuvo fiel a sí mismo, sometiendo su producción a su
singular personalidad. Todo ello hace de Buñuel un escritor original e independiente
en el panorama literario de la década de los sesenta. Esta actitud, alejada
siempre de las modas imperantes, le supuso, no pocas veces, críticas adversas
hacia sus novelas, así por ejemplo, Ricardo Domenech en Triunfo decía de su novela Un
lugar para vivir:
“Lo primero que salta a la vista, tras la lectura
de esta novela, es que Miguel Buñuel ha exagerado notablemente la anécdota
novelesca, lo que quita a esta unos visos de realidad. Sin entrar a discutir el
contenido de la novela, conviene señalar, como defecto básico, esta irrealidad
de la narración. En ningún momento el lector tiene la sensación de ver y oír a
los personajes. Por otra parte, todo está contado, no ocurre ante la mirada del
lector. Hoy no se puede escribir así, porque automáticamente el lector saca la
justa impresión de tener delante de sí algo ficticio. En Un lugar para vivir
hay mucho de ficticio”.
En este apartado vamos a estudiar tres de sus
novelas –Un lugar para vivir, Un mundo para
todos y Las tres de la madrugada–,
el resto lo haremos en el siguiente dedicado a su producción de literatura infantil.
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