Como señalábamos en la entrada anterior, en el verano del año veinticinco, Ildefonso pasó dos semanas en Sarrión. Así, para la víspera de la Virgen de Agosto, malhumorado y con pocas ganas de realizar el viaje, el joven se dispuso a pasar unos días de fiesta en el mencionado pueblo turolense. Pronto descubriría que sus previsiones habían sido erróneas y las vacaciones fueron en verdad magníficas.
Su llegada al pueblo la recuerda de la siguiente manera: “Las carreteras han cambiado tanto en los últimos catorce o quince años que algunas de mis referencias al verano de 1925 estarán por completo erradas, Sarrión estaba a la derecha de la carretera y un poco más adelante y a la izquierda había un montecillo que era toda su extensión cónica una finca del tío Aurelio, bautizada, quizás irónicamente, con el tristemente célebre nombre de Gurugú; la finca la habían comprado por los días peores de la guerra de Marruecos. Una porción de la base de la colina cónica era regable y allí habían plantado frutales. Por las faldas, almendros y por un lado más abrigado, chumberas. Ninguno de esos árboles estaba aún en edad de dar frutos. Quedamos en que el año siguiente iría yo a la primera recolección”. En esta finca [en la actualidad todavía hermosa en su decrepitud, añado], Aurelio cultivó diferentes tipos de plantas medicinales que luego utilizaba en sus laboratorios. En las labores de recolección y extracción de esencias trabajaron muchas mujeres del pueblo, entre ellas mi abuela Rosa Gámir, quien, por cierto, como se puede suponer por su apellido, era familia del farmacéutico sarrionense.
Los días pasaban rápido entre paseos, conversaciones y viajes a localidades próximas como Manzanera, Rubielos o Mora. A principios de septiembre, los Gámir tienen que ir a Valencia a una visita de pésame y deben hacer noche en la ciudad del Turia. De esta forma, el muchacho y las dos niñas del matrimonio (por esa fecha la mayor tenía cinco años) quedaron al cargo del ama de llaves y de una niñera, “Parito”, quien según refiere el escritor, “no era la habitual, sino una estudiante de Magisterio, recién comenzada su carrera y que dejaría de cuidar a las niñas el 30 de septiembre, para hacer en Valencia su segundo año de estudios. Había hecho en Sarrión una buena amistad con otra estudiante mayor que ella”. Días antes, una noche que hubo música y baile, el muchacho y “Parito” acudieron al mismo y bailó toda la noche con “Justi”, la amiga de la niñera que “hacía difícil bailar, porque se arrimaba tanto que casi había que llevarla a peso. No bailó más que conmigo y se enfadó cuando Parito y yo nos fuimos a casa, porque la señora le había dicho que a las doce quería vernos de vuelta”.
Ya en el día de ausencia de los Gámir y como confiesa el propio Ildefonso de manera recatada y elíptica, “la tarde de aquel primer día de setiembre, en la caseta de Gurugú, con Justi y sin dejar de oír las voces del ama, de Parito y de las niñas, fue para mí tan inesperada y sorprendente, como gozosa e inolvidable. Más que una humanización de lo visto en la Vaquería fue una deslumbrante revelación de lo hermosa que, alguna vez, puede ser la vida para un confiado mocico de trece años, siete meses y ocho días”. Evidentemente, “lo visto en la Vaquería ” se nos refiere en un capítulo anterior, en el cual Ildefonso nos describe como siendo niño aún conoce el sexo al ver a un toro cubriendo a una vaca. Gozosa experiencia de vida y de recuerdo de infancia-adolescencia.
Hasta aquí nuestro particular homenaje al gran escritor que fue -decano durante muchos años de las letras aragonesas- Ildefonso Manuel Gil.
Hasta aquí nuestro particular homenaje al gran escritor que fue -decano durante muchos años de las letras aragonesas- Ildefonso Manuel Gil.
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