El cañamazo fundamental que sustenta y da unidad a los doce relatos de Cuando leas esta carta, yo habré muerto, del vallisoletano Agustín García Simón, es su voluntad de estilo; todos, absolutamente todos, se construyen con una depurada técnica narrativa y un exquisito cuidado del lenguaje, alcanzando algunos la categoría de sublimes.
En el índice del libro los cuentos se agrupan en cinco apartados: “Ecos de la memoria”, “Hontanalta”, “Valcarlos”, “Mediocritas” y “A la vuelta del camino”, pero, en puridad, podríamos reducirlos a dos: relatos de la memoria recobrada y relatos contemporáneos.
Seis de ellos se desarrollan en el espacio mítico-real de Hontanalta, el particular territorio literario de García Simón, poblado por personajes que habitan en sus recuerdos de infancia, adolescencia y juventud en su pueblo. Hontanalta es un personaje más de sus relatos, se inmiscuye en la acción de los protagonistas y se comunica con ellos; es decir, es mucho más que un escenario, tiene existencia propia, y marca las vidas de los seres que lo habitan, producto de la memoria del escritor, la cual se convierte en el elemento constitutivo de su universo narrativo, en el que palpitan sentimientos, emociones, desazones, deseos, el placer y el dolor de auténticos seres humanos que vivieron en el pasado o viven en el presente de García Simón.
La otra gran geografía personal de García Simón remite al mundo del funcionariado, esa isla de soledad, mediocridad y ambiciones en la que conviven burócratas y políticos, que todos conocemos y, por desgracia, en ocasiones sufrimos.
La portada del libro nos invita a subirnos al autobús que en ella aparece y a realizar un recorrido por el tiempo, desde la España de la inmediata posguerra hasta la actualidad.
Los tres primeros relatos de “Hontanalta” (“Ezequiel Molina”, “Carta de Elisa” y “La última espera”), se pueden leer de forma aislada, pero conforman un todo, una novela corta perfecta, con personajes redondos, un paisaje y una historia de amor adultera y pasional, presentada desde tres puntos de vista, que explora en las contradicciones que anidan en el corazón humano. En “Ezequiel Molina”, el narrador utiliza la técnica alterna en la que se funde lo pasado con lo presente, así, el protagonista, momentos antes de morir, funde sus recuerdos con la realidad cotidiana y nos descubre su amor arrebatado -casi animal, como una llamada del salvaje- por Elisa. Ella, por su parte, en una poética carta que le deja como legado sentimental, le confiesa el amor que siempre sintió por él desde niña: sincero, profundo, imperecedero, como una prisión de la que no puede escapar ni después de muerta. Para finalizar, Dimas, tío de ésta y amigo de aquél, viejo catedrático liberal, represaliado y exiliado interior en Hontanalta, asiste como espectador a las consecuencias de esa pasión desbordada en un pueblo pequeño, que él entiende y para la que aconseja discreción y prudencia, pero su recomendación llega tarde: Hontanalta, como una Vetusta rural, juzga, sentencia y condena. Y es que bajo la represión, todas las historias de amor verdaderas están abocadas al fracaso. Ezequiel, Elisa y Dimas, cada uno a su manera, son tres personajes frustrados, acosados por un entorno social implacable, que asisten al declinar de sus vidas, a la llegada de sus respectivas muertes con la misma naturalidad con la que se desarrollan los acontecimientos de su diario acontecer.
“Por una lata de sardinas” es un relato que emparenta con el primero, “La peseta”, pues ambos tratan de esos fascismos cotidianos y mezquinos, tan propios de la España de posguerra, años de represión y dolor, de miedos y valores pervertidos, cuando cualquiera que ostentaba un mínimo poder lo ejercía con tiranía inusitada y rastrera, cuando nadie estaba seguro y en la sociedad imperaba, como algo habitual, la dictadura del miedo.
“Paris” es un relato magnífico, en el que el autor narra de manera perfecta, desde el acontecer cotidiano, un día de caza con su perro, Paris. Para García Simón -como en Delibes- la caza es una excusa, un simple recurso para tomar contacto con la naturaleza y el paisaje (ambas influyen en los estados de ánimo y en los sentimientos de sus personajes), para integrarse en una y otro. García Simón escribe con casta de verdadero narrador, el escritor-cazador trasciende la materia o anécdota tratada, la transforma en auténtica literatura y la trivial aventura de salir a cazar se convierte, de pronto, en una aventura fascinante en la que el protagonista deberá enfrentarse a sus miedos más profundos.
“Floren”, el último relato de los ambientados en “Hontanalta”, contiene también ciertas constantes delibeanas, a saber: infancia, muerte, naturaleza y prójimo. Con ellas, García Simón conforma una historia de amor, rivalidad y venganzas.
“Lucía Álvarez” es un relato que, como en varios de los anteriores, nos cuenta una historia que conjuga de manera magistral amor y muerte. Con claridad meridiana nos remite a la primera novela de Agustín García Simón, Valcarlos, nombre de un reformatorio de provincias donde Joaquín Altea, su protagonista, trata de ganarse la vida como educador.
En “El inspector” nos encontramos con un estupendo retrato de una figura nostálgica de la España franquista, tan abundantes en la administración de la transición española -tributo que hubo que pagar por la paz-, que confundían el respeto a la autoridad con el servilismo, que en modo alguno asumieron las libertades y los derechos individuales, confundiéndolos de forma torticera con libertinajes que atentaban contra un sentido del orden, el suyo, tendenciosamente confundido con la sumisión absoluta. Evaristo Nogales Perucho, el inspector, no es si no uno de los numerosos tiranuelos covachuelistas que ejercían –algunos todavía ejercen-en su pequeña parcela de poder administrativo como auténticos señores feudales.
“Un día de perros” y “El secretario” se localizan ya en la España actual de las autonomías, esos pequeños reinos de taifas con su pesado lastre de funcionarios y políticos jerarquizados en diferentes niveles de pesebre, que conforman intrincados laberintos administrativos, por los que transitan turiferarios, cobistas, ineptos etc., que gravitan en torno al minotauro político de turno -director general, secretario general o consejero-, y en los que uno, como el protagonista, Juan Ibáñez, no deja de sorprenderse diariamente “en medio de tan organizada imbecilidad”.
El libro se cierra con “Empezar en el Sur”, un relato optimista que narra un amor de senectud, o casi –“A la vuelta del camino” de la vida-, pero tan maravilloso como el primero de juventud. El amor como motor de cambio, de alegría de vivir.
A nuestro juicio, Agustín García Simón es un escritor de casta, que refleja como pocos el paso del tiempo y su relación con la infancia, la muerte, el dolor o la fuerza de los sentimientos. Gran parte de sus relatos, están escritos en forma historiográfica, como si fueran fragmentos de una memoria perdida, aunque, en ocasiones, se trate de un pasado inmediato. Su lenguaje es preciso, tradicional y escueto, denotando un esfuerzo evidente por refrenar una natural tendencia hacia el barroquismo. Los personajes son auténticos, viven de verdad y colaboran a que el estilo fluya y alcance un evidente lirismo, incluso en los momentos de más descarnado realismo.
El autobús ha llegado a su destino, las doce paradas narrativas del recorrido –como la propia vida- son maravillosas. No se las pierdan, no se arrepentirán.
AGUSTÍN GARCÍA SIMÓN, Cuando leas esta carta, yo habré muerto, Madrid, Siruela, 2009
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